El horror y el éxtasis de la vida

escribe Silvana Tanzi 
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En una de las fotografías está sentado en un sillón con ojos soñadores, y es realmente extraña tratándose de él. En otra, tiene las manos en los bolsillos y luce chaleco y corbata de moñita. Está también la que lo muestra con su melena a la altura de su sobretodo de paño. Esas son las imágenes del dandy. Las fotos son de Félix Nadar, uno de los grandes retratistas de la bohemia parisina de mediados del siglo XIX, quien le regaló a la posteridad la imagen de Charles Baudelaire (París, 1821-1867). Pero el retrato que más trascendió, el que suele figurar en las tapas de los libros, es el del poeta casi calvo, de mirada dura, de boca delgada como una línea. Es la imagen del poeta maldito, un título que le dio Paul Verlaine. Ese poeta es el que el viernes 9 será especialmente recordado al cumplirse doscientos años de su nacimiento. Es una buena ocasión para celebrar a uno de los creadores de la poesía moderna.

Fue también ensayista, traductor, crítico de artes plásticas, de literatura y de música. Justamente en una de sus críticas (El pintor de la vida moderna), reflexionaba sobre el concepto de modernidad, que hace pensar también en su concepto de arte: “Por la modernidad me refiero a lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente que constituyen la mitad del arte; lo otro es lo eterno y lo inmutable”.

Baudelaire vivió al límite, con las mujeres, con las adicciones, con las deudas, con su propia escritura. Intentó suicidarse, o por lo menos escribió cartas de suicidio, pero murió a consecuencia de la sífilis. Sintió por su madre un amor que fue más allá del filial, algo que marcó su relación con otras mujeres y dejó registrado en sus versos. En sus últimos años se dedicó a dar conferencias en Bélgica para ganarse la vida, pero fracasó rotundamente. El público no quería escucharlo. Después vinieron las consecuencias dolorosas de la sífilis: la parálisis, la pérdida de habla y una muerte en soledad.

Esos datos biográficos tan dramáticos llevan a revisar otros datos para entenderlos. Cuando nació, su padre, llamado François Baudelaire, tenía 62 años. Había sido sacerdote, dibujante y funcionario del Senado francés, entre otros oficios. Había enviudado de su primera esposa y tenía un hijo. Cuando conoció a Caroline Dufaÿs, treinta años menor, se enamoró y se casaron. De esa unión nació Charles, que disfrutó de su padre por poco tiempo porque cuando tenía seis años murió. A partir de entonces, se crio más que nada con su niñera, Mariette, a quien le dedica un poema en Las flores del mal.

Muy pronto Caroline se casó con Jacques Aupick, un militar que llegó a ser general. Con ese matrimonio comenzaron las penurias de Baudelaire, que adoraba a su madre y se sintió traicionado. “Yo estaba siempre vivo en ti, tú eras únicamente mía. Eras un ídolo y un camarada a la vez”, le escribió en una carta.

Entonces comenzó a rebelarse en sus estudios y terminó internado en un colegio. Allí lo envolvió un sentimiento de soledad que sintió como un destino. Eugéne Crépet, uno de los estudiosos de su obra, escribió: “Baudelaire era un alma delicada, muy fina, original y tierna, que se agrietó al primer choque de la vida”. Esa “grieta” lo llevó a sentir una “intimidad sombría” en la que él mismo era su propio verdugo, como dice uno de sus versos de Las flores del mal: Soy la herida y el cuchillo / la víctima y el verdugo.

Después vendría la expulsión del internado, su pasaje por prostíbulos, por el alcohol y otras sustancias, y también la furia de su padrastro que lo envió a un viaje hacia Calcuta. Al capitán del barco le encomendó vigilarlo y convencerlo de que se olvidara de la literatura, porque el joven Charles quería dedicarse a escribir y su familia quería que siguiera una carrera diplomática. Pero Baudelaire convenció al capitán de que su destino era otro y no llegó al final del viaje.

Si de algo le sirvió la travesía fue para escribir uno de sus poemas más famosos, El albatros, que surgió al recordar a uno de estos pájaros herido en un ala que había sido cruelmente atado de una pata por la tripulación y había quedado cautivo sobre el puente del barco. En sus versos, Baudelaire se iguala al ave atrapada: Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío / Sus alas de gigante le impiden caminar.

De vuelta en París, frecuentó los círculos literarios y artísticos, adoptó la imagen del dandy y conoció Jeanne Duval, una bailarina y actriz haitiana que él llamó su Venus negra, y tal vez fue la mujer que más amó después de su madre. La relación fue un escándalo, pero la pareja se fue a vivir a un apartamento y Baudelaire se empezó a endeudar para comprar muebles y complacer a su enamorada. A ella le dedicó varios poemas, uno de ellos es La cabellera: ¡Éxtasis! / Porque broten en esta oscura alcoba / Los recuerdos dormidos en esa cabellera.

Pero ni la poesía ni la sensualidad ni el amor lo hicieron abandonar su juego con la muerte y la idea del suicidio. En una carta de 1845 escribió: “Me mato porque soy inútil a los demás y peligroso para mí mismo”.

Primera edición de Las flores del mal, con anotaciones de Baudelaire

Hipócrita lector

Precursor de las vanguardias del siglo XX, con Las flores del mal (1857) Baudelaire proclamó otro concepto de la belleza y de la fealdad, a la vez que instauraba la búsqueda de la musicalidad del poema, la audacia de las imágenes y sus correspondencias, como después lo haría el movimiento simbolista. En sus versos le cantó a lo efímero, a lo que se descompone, a la ciudad y a la moral ambigua de sus habitantes. Le cantó al vino, a las prostitutas, a los mendigos y al sexo en todas sus formas.

El primer poema, Al lector, comienza con versos que son una cachetada: La necedad, el error, el pecado, la tacañería / ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos. Y sus últimos versos son una alerta al peor de los vicios: ¡Es el Tedio!, grita el poeta y se dirige a quien lee: Tú conoces, lector, este monstruo delicado, —Hipócrita lector, —mi semejante, —¡mi hermano!

La publicación de Las flores del mal en 1857 estuvo envuelta en un escándalo y el Tribunal Correccional de París obligó a suprimir seis poemas por inmoralidad. Ante estas acusaciones, Baudelaire respondió: “Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”. Si Baudelaire viviera hoy, seguro sería uno de los tantos autores cancelados.

La idea del mal rondó en varios textos del poeta. En uno de sus ensayos escribió un concepto que en su época, y posiblemente en todas las épocas, fue difícil de asimilar: “Yo digo: la voluptuosidad única y suprema del amor yace en la certeza de hacer el mal. Y el hombre y la mujer saben de nacimiento que en el mal se encuentra toda la voluptuosidad”.

Otra de sus obras más reconocidas son Los paraísos artificiales, un conjunto de ensayos escritos entre 1858 y 1860 en los que cuenta sus experiencias con el hachís. La idea de “paraíso artificial” asociado a la droga terminó siendo una expresión que atravesó las épocas y que aún se mantiene.

“De muy niño sentí en mi corazón dos sentimientos contradictorios: el horror de la vida y el éxtasis de la vida”, escribió Baudelaire en otro de sus ensayos. Hoy, a doscientos años de su nacimiento, hay que pensar en su sufrimiento, pero agradecer que gracias a esa contradicción que fue su vida, surgió uno de los mayores poetas de la modernidad.

Algunas miserias después de su muerte: se vendió en subasta pública toda su propiedad literaria, y si bien tuvo grandes defensores, hubo juicios terribles sobre su obra. Uno de ellos fue de Émile Zola, quien dijo apenas murió el poeta: “Dentro de cien años Las flores del mal se recordará solo como una curiosidad”. Pobre Zola, hoy nadie lo celebra.

Vida Cultural
2021-04-07T23:27:00