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    Entre la ansiedad y el desánimo, los evacuados de Paysandú se preparan para volver a sus casas tras la cuarta inundación del siglo

    Niños que salen y entran de las habitaciones, niños que juegan al fútbol, niños que corren, niños que se esconden entre las piernas de sus madres. “Hola”, dice una voz aguda sin dueño y al levantar la mirada un niño más descubre su sonrisa desde el techo de cemento que está sobre la puerta.

    En la noche del viernes 11, en el Gimnasio 8 de Junio de Paysandú, donde se alojan la mayoría de los evacuados por las inundaciones, no paran de aparecer niños. También se cuentan varias jóvenes que, aunque no dejaron la niñez hace tanto, ya tienen sus propios hijos.

    “Estamos bien —dice una de ellas—. Igual no es lo mismo. En el barrio los chiquilines andan sueltos por ahí. Es otra cosa. Ya estamos hace varios días acá y todavía nos queda”. La joven llegó el domingo 6 a la medianoche con su hijo en brazos, en una camioneta de la Policía que en el camino recibió tres pedradas.

    En el Gimnasio 8 de Junio el viernes había 81 personas: 28 mujeres, 55 menores y tres hombres ancianos. Esther Frugoni, una funcionaria de la Intendencia de Paysandú que todos los días va a trabajar allí, observa cómo el ánimo de la gente se viene abajo a medida que pasan los días.

    En ese departamento los evacuados rondaron los 160. Sin embargo, el número de personas que debieron dejar sus casas por la crecida del río Uruguay hasta 7,96 metros asciende a 1.200 (la mayoría niños), si se suma los que el Comité Departamental de Emergencia considera autoevacuados porque no quedan a su cargo. Con el río en 6,78 metros, y un protocolo para el regreso en marcha, el número de evacuados comienza a bajar. Ayer, miércoles 16, eran 152 y había 930 autoevacuados.

    También hubo familias que debieron dejar sus casas en Artigas y Salto por la crecida. Sumando Paysandú, los evacuados hasta ayer eran 346 y había 1.538 autoevacuados (1.884 en total).

    En este siglo, Paysandú ya enfrentó inundaciones en 2002, 2005 y 2009. Antes, la más grande registrada fue en 1959, cuando el río llegó a una cota de 11 metros.

    Aunque el problema es reiterado, la solución definitiva todavía no asoma. “Nosotros estamos abocados al regreso de la gente. Ese es otro tema. Es una tarea para el Ministerio de Vivienda y la Intendencia”, dice el presidente del comité Departamental de Emergencia, Emilio Roque Pérez.

    “Vivir desanimado”.

    La pareja conformada por Rodolfo y María, su nuera Alejandra y varios hijos y nietos que corren alrededor, se alojan en una carpa militar en una zona cercana al puerto que el Comité Departamental de Emergencia bautizó La Granada. Aunque les ofrecieron pasar a un gimnasio cerrado con mayores comodidades, ellos quisieron quedarse ahí, cerca de sus casas. Durante el día se turnan para ir a controlar.

    Rodolfo y María viven en un rancho de madera costanera. La casa en la que Alejandra vive con su marido es del mismo material, pero de a poco había comenzado a ponerle vigas y material. Las dos casas están tapadas de mugre, pero la peor situación es la de la madre de Alejandra. Su rancho era de madera prefabricada y las polillas se lo están comiendo.

    “Vas para ahí y sentís el ruidito de las polillas comiéndole la madera”, cuenta Alejandra, mientras les grita a sus hijos Anderson y Kimber que se queden quietos y no abran las puertas de una camioneta del Ejército estacionada.

    Rodolfo y María es la tercera inundación que sufren. Su casa ya había sido alcanzada por el agua en las crecidas del 2005 y 2009. En la ocasión anterior la situación fue peor: los lugares para alojarse estaban desbordados, tuvieron que dormir en la calle y abrigaban a su hijo recién nacido con nylon.

    Ninguno de los dos trabaja. María cobra una pensión, la asignación familiar por los niños y un dinero que le envía su abuela todos los meses. Según dice, con esos ingresos les alcanza para alquilar una casa más alejada de la costa, pero no tienen nada que poner en garantía. El jueves 10 se lo plantearon al presidente José Mujica, quien estuvo recorriendo la ciudad y se detuvo unos minutos en esa carpa.

    Humberto Viera está en el predio de la cancha de Wanderers junto a otros ocho hombres. La mayoría de ellos duermen en una construcción de ladrillos con una lona que hace de puerta y un toldo carreteiro que recubre un techo de chapa agujereado. Las camas —bien equipadas de almohadas, sábanas y frazadas— son colchones sobre palets de madera.

    El lugar es más acogedor y templado que las carpas que están afuera y en las que dormía Viera hasta hace unos días. También es mejor que su rancho de costanera que ahora está en medio del agua y al que no quiere volver.

    “Ya me comí varias de estas y se complica, sí. Porque después de que volvés es un chiquero, eso no lo arreglás con nada. Vos no sabés cómo queda eso. ¿Viste un chiquero de chancho? Queda todo así”, explica.

    Viera se dedica esporádicamente a cosechar naranjas y vender tierra preparada. Va a cumplir 60 años y está separado de su esposa, que también está evacuada con sus hijos.

    “¿Qué incentivo vas a tener de trabajar o mejorar tu casa si sabés que el río en cualquier momento, ¡pum!, de nuevo? Te desanima. Vivís desanimado”, se lamenta.

    Integración.

    Parado en una esquina, a pocos metros de La Granada, el teniente coronel Miguel Baudean hace un paneo con la mirada. Así descubre una columna de luz encendida en medio de una manzana totalmente cubierta por agua. De inmediato llama a un funcionario de la Intendencia y luego a otro de la UTE. “Es un peligro inminente. No importa de quién es la responsabilidad, acá lo importante es que las cosas salgan”, explica.

    La coordinación entre organismos, entes y organizaciones civiles en Paysandú es permanente. El Comité Departamental de Emergencia —integrado por la Intendencia, el Ejército, la Policía, Prefectura, la Dirección Departamental de Salud y Bomberos— se reúne todas las mañanas para analizar la situación y coordinar las distintas actividades. Pero además de los miembros permanentes, cuentan con el apoyo de entes como UTE, OSE y Antel, y de organizaciones como el Rotary Club, el Club de Leones, Techo, Cruz Roja y el Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos.

    La integración entre todas esas instituciones y la gente evacuada es uno de los aspectos positivos dentro de la desgracia que ve el presidente del Comité.

    Durante la evacuación, la Intendencia, el Ejército y Prefectura con sus camiones y funcionarios trabajaron llevando a la gente y sus pertenencias a los lugares previstos para alojarlos. Gracias a un intercambio fluido con los responsables de la represa de Salto Grande, en el Comité sabían el nivel al que llegaría el río cada día. Eso les permitió preparar la situación con anticipación y avisar a la gente. “Esta vez el 99% de los evacuados salieron de su casa en seco”, resalta Pérez.

    En el Batallón Nº 8 de Infantería el personal del Ejército traspasa de una olla un guiso humeante de verduras y fideos a tachos térmicos de metal. Cargan cuatro de esos recipientes en un camión y se marchan para llevar el almuerzo a los cerca de 160 evacuados alojados en distintos lugares.

    “Esta cocina es originaria de Alemania oriental, del viejo bloque soviético. Tiene más de 20 años al servicio acá”, cuenta Baudean, señalando la reliquia. El Ejército acondicionó las instalaciones para proveer de alimento a 1.500 personas en el caso de que el río continuara creciendo y alcanzara la cota de 8,5 metros.

    Una vez terminadas las tareas de evacuación, la alimentación pasó a ser una de las actividades centrales. El Ejército se encarga de proveer el almuerzo y la cena, y la Intendencia el desayuno y la merienda.

    En los gimnasios donde hay gente evacuada la Policía pone efectivos las 24 horas del día y donde hay instaladas carpas es el Ejército el que dispone un hombre para custodiar. Además hay médicos que recorren los distintos puntos para cuidar la salud de los evacuados mientras personal de Prefectura patrulla todo el día en botes para cuidar sus casas y pertenencias.

    Con el correr de los días la gente se comienza a impacientar y, a veces, los funcionarios hasta tienen que hacer de psicólogos. “Yo recién estaba llorando con ese señor viejito que está escondido ahí. Se quiere ir para la casa, dice que tiene un sobrino y que le va a pedir que lo lleve a la casa. Se quería morir adentro del agua”, cuenta Frugoni con la voz cerca de quebrarse.

    Retorno.

    Pérez y Baudean coinciden en que la etapa que comienza ahora es “tan o más difícil” que el momento de la evacuación. El Comité tiene preparado un protocolo a cumplir antes de que la gente vuelva a instalarse en sus casas.

    “La gente tiene que entrar en seco y la UTE tiene que haber revisado toda la instalación. Si una casa no tiene llave térmica UTE se la va a poner gratis. OSE va a ver todas las instalaciones, se van a vaciar los pozos negros y Bomberos va a limpiar con hidrolavadoras. Se va a desratizar y fumigar”, explica Pérez.

    De todos modos, cuando el agua baja la ansiedad de la gente por volver se hace difícil de detener. “Es algo medio incontrolable”, comenta Baudean.

    Desde antes de que el agua comenzara a bajar los integrantes del Comité les explicaban a los vecinos en charlas informales de los peligros que implica volver a la casa sin cumplir con el protocolo. La misma estrategia utilizaron antes de que el río creciera para que la gente decidiera abandonar su casa a tiempo.

    Pero no todos los evacuados tienen esa ansiedad por volver. Luis es un veterano de 72 años de pelo canoso y mirada apagada. En diciembre de 2013 se instaló en Paysandú, construyó un rancho de costanera en un terreno que le consiguió una familia amiga (dice que no tiene una propia). Ya había vivido en la ciudad en la década de los 80 y había sufrido una inundación. Después de eso y antes de volver, fue pescador en Entre Ríos, juntó naranjas en Salto y cortó caña en Bella Unión.

    “Acá no se puede. Me voy para Punta del Este a trabajar ayudando a un sanitario”, susurra, como para que no lo oiga otro evacuado y Baudean que conversan a unos metros.

    Como cuidando su destino, guarda con delicadeza la tarjeta arrugada con los datos del sanitario en su bolsillo y, esta vez en voz alta, dice: “Acordate, no pongas mi apellido que me vienen a buscar los acreedores”. Por primera vez sonríe y sos ojos cobran algo de vida.

    Información Nacional
    2014-07-17T00:00:00