Junto a otros miembros de Ciencias Económicas se sumó a la Fuerza Revolucionaria de los Trabajadores (FRT), una organización que surgió de una escisión en el Movimiento de Liberación Nacional (MLN- Tupamaros). “Somos hijos de la democracia autoritaria y represiva de Pacheco”, dice al respecto Rafael Noboa, su amigo y exintegrante del FRT. “Éramos demasiado jóvenes para ser líderes, por lo que terminamos siendo la generación carne de cañón”.
Gil era de los que no compartían la estrategia “muy militarista” del MLN, sino que mantenían un planteo más “clasista” centrado en la “participación popular”. El modelo era Nicaragua, donde hubo “un movimiento de masas con armas, porque el régimen se defendía con armas”. El FRT sería el brazo operativo, mientras que el Frente Estudiantil Revolucionario, el “frente de masas”. En todo caso, dice, “fue un momento muy especial, donde mucha gente, muchísima gente estaba enfrentada al pachecato y se integraba a distintas formas de lucha”.
El FRT fue apenas “un grupúsculo” que no desarrolló grandes operaciones que le ganaran espacio destacado en los libros de historia. Era gente “bien intencionada y muy sana”, resume Gil.
Apodado Quique realizaba tareas de organización y a veces debía conseguir documentos falsos para quienes, uno tras otro, pasaban a la clandestinidad. Sus padres, él de tradición batllista anticlerical y ella una católica no practicante, no sabían bien en qué estaba.
Una tarde de invierno en 1972 llegó a la esquina de Marcelino Sosa y Agraciada para encontrarse con un contacto de otra organización que necesitaba documentos apócrifos. Quique iba atento a una posible emboscada, pero no se dio cuenta de que había algo raro hasta que fue demasiado tarde. No intentó huir porque no tenía cómo: estaba rodeado. Lo metieron en un auto y lo llevaron al Batallón Florida.
—¿Escuchaste eso de que en los cuarteles se tortura? —le preguntó Armando Méndez.
—Sí.
—Bueno, es cierto —le respondió el militar. Y a partir de ahí empezaron con la picana y con “el tacho”, una tortura que suponía sumergir la cabeza del interrogado en un recipiente lleno de agua hasta casi ahogarlo.
Dice que la sacó “bastante liviana” porque no era uno de los dirigentes buscados y porque ninguno de sus compañeros presos en el Florida “lo cantó”. Además, en ese batallón, militares y tupamaros negociaban una salida al enfrentamiento. “El FRT pasó más desapercibido porque no estábamos en la discusión y además porque teníamos una postura coherente de no apoyar esas conversaciones, como luego rechazaríamos los comunicados 4 y 7”, señala Gil. Noboa hará casi las mismas puntualizaciones en una conversación con Búsqueda, porque para ambos es importante que quede clara la diferencia de criterios.
Estuvo varios meses detenido en el Florida y luego en el Penal de Libertad. En octubre de 1974, ya libre, pidió permiso para ir a vivir Buenos Aires con su esposa. Dejar el país no implicó abandonar la militancia política, como tampoco fue motivo suficiente el nacimiento de su primera hija. Así, participó en las reuniones de formación del PVP y después en sus actividades clandestinas. ¿Qué objetivo tenían? Reorganizar una resistencia que había sido “muy golpeada y desmantelada”.
El Infierno.
Ricardo Seitz ingresó a Uruguay desde Argentina a comienzos de 1976 con propaganda para repartir entre la resistencia local. La segunda vez que lo intentó, el 28 de marzo de ese año, Seitz y sus dos acompañantes fueron detenidos en el puerto de Colonia. La operación era una locura: apenas habían pasado cuatro días del golpe de Estado en Argentina y las fronteras estaban militarizadas y en alerta. Las fuerzas de seguridad demoraron poco en notar que las paredes de la casa rodante en la que viajaban tenían un doble fondo y que allí había escondidos miles de volantes.
Pasaron la noche en el cuartel de Colonia y después los mandaron al Fusna (Fusileros Navales), donde las huellas dactilares delataron que Seitz era en realidad Gil. Allí los torturaron por un par de días, hasta que los trasladaron al Infierno.
Los apremios físicos que sufrió en 1972 no serían nada comparado con lo que viviría en el 300 Carlos. Si en el Batallón Florida los torturaban para sacarles información, en el galpón del Infierno querían los datos y, sobre todo, “destruirlos como personas”. El menú era completo: caballete, picana, colgada, fustazos, tacho, todo lo necesario para hacerlos sufrir.
Estaban vendados y atados todo el tiempo, salvo en las ocasiones en que los torturadores como Manuel Cordero querían mostrarles algo, aunque sea sus rostros. “Era una condición muy jodida, porque el 300 Carlos era un galpón muy grande, donde si no te torturaban a vos, escuchabas mientras torturaban a otro. Estábamos separados por mitades, pero había mujeres y sentías cuando las torturaban, las verdugueaban, las toqueteaban”, recuerda Gil.
¿Es posible sobrevivir a ese nivel de torturas sin querer suicidarse?
Enfrentado a esa pregunta, Gil guarda silencio por unos segundos. Cuatro décadas después necesita más tiempo para responder. Estira sus brazos y muestra las muñecas: las cicatrices cruzan a lo ancho y son vestigios de heridas profundas. “Los milicos me dijeron que me quise suicidar ahí, en abril”, responde finalmente. Y agrega en seguida: “Sinceramente no me acuerdo”. Dice que en 1977 se cruzó en el Hospital Militar con un enfermero que había estado en el Infierno, quien le dijo que lo había visto sufrir un pico de presión muy grande y después inflingirse los cortes él mismo. Gil todavía duda: ¿qué hacía con una gillette si le habían revisado hasta el último orificio cuando entró?, ¿por qué se cortaría a lo ancho, sabiendo que debía hacerlo a lo largo del brazo si quería cumplir su objetivo? “En los primeros días yo estaba hecho mierda, pero la verdad es que no me acuerdo”, insiste. “Estando consciente nunca pensé en suicidarme, lo que no quiere decir que haya estado bien ni nada por el estilo. Pero bueno, no digo que no, digo que no me acuerdo y que, en todo caso, no estaba en mis cabales”.
Las sesiones de tortura variaban en intensidad según la información que necesitaran los militares. El PVP se volvió un objetivo apetecible para la dictadura, según Gil, porque se enteraron de que tenía dinero obtenido por el pago de secuestros. A partir de allí los castigos se volvieron más frecuentes y, a medida que tenían éxito en operaciones conjuntas con Argentina, los datos que perseguían eran más precisos.
Después del Infierno, Gil fue enviado a un cuartel en La Paloma y sus padres confirmaron que tenían razón: su hijo menor estaba vivo. Pesaba alrededor de 50 kilos, se mareaba al estar parado y consideraba que los domingos “eran una fiesta” porque comían las semillas de manzanas que acumulaban en la semana. El derrotero continuó en el Penal de Libertad, adonde lo trasladaron para cumplir su pena de nueve años. Dice que “planificó una cana larga”, por lo que hacía de todo: desde hablar de política en los pocos ratos que los dejaban caminar de a dos por el patio, hasta hacer deporte y manualidades.
A su hija apenas la vio un par de veces. Vivía con su esposa en Austria tras exiliarse con apoyo de Naciones Unidas y visitaba poco Uruguay. A Gil le dolían esos encuentros porque pensaba que podían lastimar a la niña, a quien no veía desde que tenía un año y medio. “Le ponían a un pelado con mameluco adelante y le decían que era su padre. Ahí te preguntás si vale la pena hacerla pasar por eso, pero, por otro lado, querés tocarla y abrazarla”.
Un día de agosto de 1984 los militares le dijeron que tomara sus cosas y que se subiera a un camión porque lo iban a liberar. Sospechaba que era otra de las jugarretas de sus captores, pero no tenía otra opción más que obedecer. El camión paró en la puerta de la casa de sus padres, se bajó, tocó timbre y después empezó la fiesta.
De administrativo a zar antilavado.
Con la vuelta de la democracia, Gil intentó retomar su militancia política, pero se frustró rápido: el nuevo vínculo con el PVP duró apenas unos meses. “Me fui al diablo porque me pareció que estaban congelados en el tiempo”, dice. El PVP tenía “respuestas esquemáticas y preconcebidas” frente a muchas dudas que lo asaltaban después del fracaso anterior. “Había mucho de seguir haciendo lo mismo, con un radicalismo sin perspectiva, fundamento ni reflexión crítica”. Se volvió un votante de izquierda “independiente y sin ninguna angustia”.
Decidió concentrarse en su reinserción social. Un par de días después de salir habló con una psicóloga porque quería conversar con alguien sobre su experiencia. “Yo me decía: ‘Viví todo eso, no puede ser que esté bien, vamos a averiguar’”. Meses después, la psicóloga lo dejó más o menos tranquilo. “Estás igual de loco que el resto de nosotros, no vengas más”, le dijo.
El 2 de enero de 1985 empezó a trabajar en la sucursal Paso Carrasco de Cofac, una cooperativa de ahorro y crédito. Poco a poco se convenció de que esa era una opción “mucho más justa, más razonable y más valedera” que el resto del sistema financiero.
Veinte años después de entrar a la cooperativa, Cofac fue uno de los grandes dolores de cabeza del primer gobierno del Frente Amplio. En marzo del 2005, apenas comenzada la administración de Tabaré Vázquez, el Banco Central debió suspender la operativa de la institución para frenar una sangría de los depósitos. Gil esperó a la reapertura, dio la cara a sus clientes, algunos de los cuales vieron cómo tocaban sus ahorros de toda la vida para intentar salvar a la institución, y después presentó su renuncia. Estaba enojado con las autoridades de la institución, a las que, hasta hoy, responsabiliza de la caída.
Durante el proceso que derivó en el cierre de Cofac, Gil había mantenido contactos con autoridades del Frente Amplio que conocía de la militancia predictatorial para ver si encontraban una solución al tema. Una vez que quedó desempleado, el entonces prosecretario de la Presidencia, Jorge Vázquez, integrante del PVP, lo llamó para que fuera a trabajar con él. La idea inicial era que ingresara al área contable de Presidencia, pero lo terminaron designando presidente del Consejo Directivo del Centro de Capacitación en Prevención del Lavado de Activos, lo que sería luego la Secretaría Nacional Antilavado.
Gil no sabía nada del tema. Como gerente de Cofac tenía que hacer un informe mensual de movimientos en efectivo de más de US$ 10.000. “No le dábamos ninguna pelota”, recuerda. Con “la cabeza de hoy”, está seguro de que identificaría “quiénes estaban en la joda” en aquella época. “Teníamos clientes, algunos vinculados al fútbol, que venían y te decían: ‘cobré un pase, qué tasa me das’. Nos poníamos de acuerdo y, de repente, ahí, sacaba los US$ 100.000 de un bolso y decía ‘acá está, lo hacemos ahora’”.
Dice que se tuvo que poner a trabajar “como loco” para aprender. En esa época tenía solo dos personas a cargo y compartía oficina con el plan de Salud Bucal que impulsaba la esposa del presidente, María Auxiliadora Delgado. Le escribió a su antecesor Alejandro Montes de Oca, que se había ido a Buenos Aires como secretario general del Grupo de Acción Financiera de Sudamérica (Gafisud), y le mandó como 30 preguntas. Montes de Oca viajó a Montevideo la semana siguiente y se pasó dos días explicándole de qué iba la cosa.
La nube del organismo internacional.
Era una mañana de setiembre del 2006 y un nutrido grupo de policías y funcionarios de la Dirección General Impositiva (DGI) llevaban adelante uno de los allanamientos de la Operación Campanita, el primer gran operativo para desarticular una red de lavado de activos del narcotráfico colombiano en Uruguay. Gil tomó la torre de una computadora, se la puso al hombro y enfiló hacia la puerta.
—¿Qué hacés? —le preguntó, atónito, un funcionario de la DGI.
—Me la llevo: acá está todo —respondió como si no fuera obvio.
—Si te la llevás así, sin lacrar, no sirve para nada. Van a decir que metiste todo vos.
“Yo no tenía idea de esas cosas”, dice Gil, entre risas, al recordar el episodio.
Daniel Espinosa, actual titular de la secretaría Nacional Antilavado y por entonces funcionario del Banco Central, sostiene que Gil suplió esas carencias iniciales con mucho trabajo. Pasaba días enteros “como peón” entre las cajas y cajas de papeles incautados que estaban guardadas en la sede de la Dirección General de Represión al Tráfico Ilícito de Drogas. Quería que ese caso fuera un mojón en el combate al lavado. Mucho se hablaba de que Uruguay era un centro de blanqueo de dinero, pero ahora tenían la oportunidad de probarlo. Hubo procesamientos emblemáticos por esa causa y la Justicia recuperó varios bienes, aunque alguno “no entendés cómo se te escapó”.
Casi autodidacta en sus inicios, Gil se convirtió en el referente del combate antilavado. Durante su gestión cambió la legislación, la secretaría se consolidó y Uruguay superó una evaluación del Fondo Monetario Internacional en 2009. Podría haber seguido si no fuera porque en 2010 llegó al gobierno José Mujica y decidió dar un paso al costado. “Agarré cuando el tema estaba chato, fui uno de los actores que lo levantó, pero al final el tema lavado era Ricardo Gil y eso es un riesgo, creerte el dueño de la verdad es un riesgo”, explica. También pesó que estaba acostumbrado a trabajar con un equipo liderado por Jorge Vázquez y con el cambio de autoridades había otros actores.
Para Espinosa, la forma de trabajar de Gil era muy buena y práctica, pero le faltó construir “equipos”. Y el problema se nota “cuando te vas”, agrega.
Así, pese a que tenía 62 años, a Gil le pareció que valía la pena cambiar de trillo. Se postuló a un llamado de Gafisud para liderar un proyecto regional sobre lavado, ganó y se tuvo que ir a vivir a Argentina. A poco de llegar, al lado de su oficina se instaló una “cueva” que vendía dólares a precio de mercado negro.
Se aburrió de su trabajo pocos años después porque si bien tenía aristas prácticas como le gusta, también tenía mucha teoría. “Siempre he tenido la idea de que en temas de lavado y corrupción esto no es para escribir, estos son delitos y tiene que terminar gente presa y en un organismo internacional estás siempre muy en la nube”, dice.
La lucha sigue.
En sus viajes como zar del antilavado en Uruguay y luego como integrante Gafisud, Gil se reunió con “mucha gente espectacular” que sabía del asunto y que ahora “están todos presos por coimeros”. La corrupción pasó a ser una de sus prioridades y por eso planteó que si el segundo gobierno de Vázquez lo quería en el equipo, tenía que ser en un cargo vinculado a esa temática.
Asumió como presidente en la Junta de Transparencia y Ética Pública en febrero del 2017, meses después de que su nombre fuera planteado al Senado por el Poder Ejecutivo. En todo el proceso, nadie del gobierno ni la oposición le preguntó cuáles eran sus planes. En su discurso de asunción, Gil pasó varios mensajes sobre lo que se vendría, pero pocos en el sistema político pensaron que era tan en serio. Después de todo, la denominada “Junta Anticorrupción” nunca había tenido un rol central de contralor de la ética y la gestión pública.
Es que al igual que en el combate antilavado, Gil busca resultados prácticos y no tanta teoría. “Vine con la idea de hacer cosas. El 95% de lo que podemos hacer es a pedido de la Justicia, pero ese 5% es igualmente una zona grande para trabajar”, dice. “Podemos dar el mensaje: ‘Mirá, loco, hay varios corruptos impunes, pero capaz que te toca a vos, capaz que te agarra la Jutep y te come los tobillos’”.
Gil, que está por cumplir 70, aclara una y otra vez que no tiene aspiraciones políticas. Y que para él “no tener futuro” es una ventaja, porque no tiene que medir tanto sus movimientos.
Desde que asumieron las nuevas autoridades, la Jutep emitió dos dictámenes críticos sobre temas políticos complicados: el uso de las tarjetas de crédito de Ancap del entonces vicepresidente Raúl Sendic y la polémica por la compra de combustible de la flota de la Intendencia de Soriano en estaciones de servicio vinculadas al jefe de la comuna, Agustín Bascou. Sabe que la junta no va a cambiar nada por sí sola y que es “apenas un pequeño engranaje” de un sistema de control que debe fortalecerse, porque si no, “la corrupción camina a Uruguay por arriba”.
Tiene algún amigo de la época de la militancia “muy extremo” que le dice que es parte de un “gobierno reformista que le lava la cara al sistema para que sea más aceptable”. Gil responde que está de vuelta con todo eso, que la revolución como estaba planteada fracasó.
Eso no quiere decir que esté “contento con cómo está la sociedad”. Por el contrario, asegura que lo que hizo desde que salió de la cárcel es seguir la pelea por otros medios. Tanto el trabajo en la cooperativa como el combate al lavado y a la corrupción, dice, “son temas que le hacen bien a una sociedad básicamente injusta, donde hay gente que va presa porque roba dos championes, pero no pasa nada o se los mira con otros ojos a los grandes lavadores, los abogados, los contadores que asesoran y los corruptos”. Y añade: “La lucha por una sociedad más justa todavía es válida, el tema está en qué caminos querés recorrer”.
?? Sin arrepentirse
?? El (casi) eterno estudiante
?? “Si le dedico mi vida” a pensar en la tortura, “los milicos me ganaron”
Información Nacional
2018-02-15T00:00:00
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