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    Yago en tu cabeza

    La Comedia Nacional celebra sus 70 años con Otelo, de Shakespeare

    Cinco minutos después de las ocho de la noche, se oye la voz de Mario Ferreira en los parlantes del Solís. Sin entrar en detalles, evoca a los fundadores de la compañía que dirige. Su mensaje dura menos de un minuto. Tres horas después es uno más en el brindis, para el elenco y funcionarios de la Comedia Nacional y algunos allegados. No más de 150 personas, con los actores de Otelo, recién cambiados y visiblemente exhaustos tras el esfuerzo que demanda una puesta físicamente exigente. Eso es todo. No hay discursos ni estrados ni condecoraciones. El Otelo que acabamos de ver es un imponente despliegue de escenografía y vestuario. Pero fuera de los focos, todo es muy utilitario. No hay cámaras de televisión ni reporteros revoloteando. Es que casi no hay famosos. “Lo nuestro es el escenario”, comenta Ferreira sobre lo austero del festejo. Todo un símbolo de la identidad teatral uruguaya: actores en escena, ritual y mística del escenario, cero parafernalia mediática. Dicen que Alberto Candeau y Maruja Santullo recibían aplausos y firmaban autógrafos a cada paso. No salían en la tele, la fama no venía de la pantalla. Otro Uruguay, otro mundo.

    La Comedia Nacional es, a esta altura, uno de los pocos elencos estables públicos de habla castellana que van quedando, y uno de los más veteranos. Y gran parte de los que hoy la integran están en las antípodas del estrellato. Pero arriba del escenario es un grupo que se ha actualizado, profesionalizado y alcanzado un gran nivel de actuación. Ya no es novedad la ductilidad de este elenco para transitar géneros, lenguajes y formatos y su capacidad de lograr espectáculos tan disímiles como una puesta de cámara para tres actores en clave contemporánea e hiperrealista como Málaga —estrenada hace dos semanas en la Verdi— o esta verdadera superproducción de un gran clásico como Otelo, estrenada el lunes 2 en el Solís.

    Antes que nada, Diego Arbelo. El espectador promedio de la Comedia está acostumbrado al alto estándar que acostumbra entregar este actor ingresado al elenco hace nueve años. Pero el Yago que aquí compone es un verdadero capolavoro. El genial personaje que encarna la mezquindad y la decadencia moral y espiritual, es quien lleva la obra en sus hombros. De principio a fin. Y Arbelo se florea con su arsenal de gestos, miradas y matices vocales, su potencia física en los grandes desplazamientos y su sutileza para estampar una carcajada en el teatro con el leve arqueo de una ceja. Una actuación avasallante que tiene su contraparte en un atildado Moro de Venecia interpretado con gran calidad y prestancia por Lucio Hernández. Otro que derrocha naturalidad. La escena en la cocina, en la que Yago planta la semilla de la duda en la mente de Otelo, es comedia de alto calibre. La semilla germina, y el director inglés Dan Jemmet se toma todo el tiempo que la obra le pide para que el protagonista se enferme de celos, paso a paso, en una espiral de demencia inexorable. En su afán de infligirle el peor daño posible, Yago abre las puertas de la mente de Otelo, ingresa, se pone cómodo y se transforma en el amo de esa pobre cabecita. Le hace ver lo que quiere, le inocula la paranoia más feroz, empequeñece su humanidad escena tras escena hasta dejar su alma a la altura de sus tobillos. Como 400 años después nos mostró Walter White en Breaking Bad, el viejo William nos cuenta cómo este militar de alto rango pasa de ser el mejor de la ciudad al más infame de los feminicidas.

    Jemmett, director británico que ha consagrado su carrera a la obra shakespeariana, demuestra su oficio para hacer un clásico entretenido. Con escasos —y precisos— recursos instala una bienvenida y muy coherente contemporaneidad: el uso de los celulares, la música pop ochentosa disparada desde una bandeja de DJ, la ambientación bolichera que da el acorde marco festivo y la oportuna sustitución del bufón por una drag queen de antología, uno de los mejores trabajos de Andrés Papaleo, que incluye una sorprendente transformación física a lo Jared Leto en El club de los desahuciados. La versión desborda de ritmo y dinamismo pero también baja tres cambios cuando es preciso, para habilitar los diálogos de largo aliento y dejar que brille con toda su exuberancia esa bestialidad que es la pluma del bardo de Avon.

    Además del habitual depliegue de vestuario de Paula Villalba, este Otelo marca el regreso de un salado de la escenografía uruguaya: Adán Torres, quien luego de un buen tiempo en España puso sus manos nuevamente en las tablas de la calle Buenos Aires. Su propuesta escenográfica deslumbra por el dispositivo: media docena de decorados colgados en lo alto de la caja escénica, izados por máquinas, con las viejas sogas y tramoyas a la vista del espectador, con sus nudos y su belleza rústica transformados en pura utilería, para generar ilusión y belleza plástica con ese sujeto jalando de la cuerda.

    Para apuntar, se aprecia cierto desajuste de la dirección en el código de actuación entre los protagonistas, por ejemplo, la Emilia de Stefanie Neukirch, quizá demasiado estridente sobre el desenlace. Un detalle que no alcanza a empañar este Shakespeare de aniversario, a la altura de la ocasión.

    Otelo, de William Shakespeare, por la Comedia Nacional. Dirección: Dan Jemmett. Traducción: Sergio Albano. Teatro Solís, viernes y sábados, 20 h, domingos, 18. Entradas: $ 150 en Tickantel.