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¿Qué es el feminismo ecológico o ecofeminismo?

La sensibilización de la mujer ante la explotación de los territorios, en la que se ve representada; la reivindicación de las tareas de cuidado, y entender al ser humano como parte de eso a lo que se llama naturaleza; de eso se trata

Redactora de Galería

Frente a una crisis climática cada vez más perceptible, y en un mundo que (tarde) comienza a cuestionarse sus propias formas de destrucción, el llamado es a repensar las relaciones con el entorno y con los otros desde una perspectiva más sostenible. Eso golpeó también las puertas del feminismo como movimiento hace algunas décadas atrás.

Pero como Uruguay siempre está atándose los cordones con el partido empezado, fueron muchos los montevideanos que recién este marzo se desayunaron de la existencia del ecofeminismo gracias a una de las balconeras del 8M. Tenía por leyenda “Vecina ecofeminista” y la ilustración de Florencia Tomassini representaba a tres mujeres cuidándose entre ellas, en comunión con plantas, flores y pájaros.

Algo era evidente: no se necesita un nivel exorbitante de lucidez para darse cuenta de que, entre el dibujo y el nombre, el ecofeminismo es básicamente una articulación teórica del ecologismo y el feminismo ya conocidos. Pero ¿cómo se relacionan?

Esta rama del feminismo vincula la dominación masculina sobre las mujeres (patriarcado) y sobre la naturaleza (extractivismo) a través del sistema económico que nos rige (capitalismo) y las bases culturales y narrativas que lo sostienen (el consumismo y mercantilismo, la idea de progreso infinito, el individualismo…).

El término fue acuñado por la escritora y feminista francesa Françoise d’Eaubonne en 1974 y alcanzó a Estados Unidos a finales del siglo XX. Lo que plantea es que la naturaleza de la humanidad es de por sí opresiva, y por lo tanto, el hombre, dominante, ve a la mujer y su entorno —así como a otros grupos históricamente marginados— como elementos de los que apropiarse para su desarrollo, hoy, desarrollo del sistema capitalista. Eso es a grandes rasgos.

Más allá de la preocupación ecologista por perder la soberanía sobre la tierra, el agua y los granos, ya sea por apropiación, mercantilización o por contaminación, el capitalismo invisibiliza la importancia de los cuidados sobre la propia especie, que desde antes de que se descubriera el fuego recaen sobre las mujeres, y para los cuales se utilizan los mismos recursos (como el agua y la tierra) que el sistema explota. Por lo tanto, el uso y abuso de la mujer y la naturaleza es una afectación directa a la reproducción de la vida. Es casi como un autoboicot.

El término clave del ecofeminismo es el de cuerpo-territorio, que concibe al cuerpo de las mujeres con las cualidades de la tierra (como un espacio a proteger), y a la tierra con cualidades humanas; es un objeto propio, no ajeno, y también está dotada de derechos frente a su explotación.

Pero como es un concepto relativamente nuevo que —vaya oxímoron— sus razones se remontan a los albores de la humanidad, es complejo, y está en constante transformación, Galería convocó a una mesa redonda de voces femeninas para entenderlo. Cada una de estas mujeres, que se destacan en sus respectivos campos disciplinares, aunque todas, casualmente, están vinculadas a la docencia, es activista y tiene su propia visión, marco de acción y expectativas sobre la importancia y potencialidades del ecofeminismo en un mundo que necesita urgentemente repensar sus relaciones con la naturaleza y las estructuras de poder que perpetúan las desigualdades.

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Así lo explicaron las entrevistadas. Alicia Puleo, filósofa ecofeminista hispanoargentina y autora referente en el tema, comenzó a interesarse por el ecofeminismo ignorando al principio que su familia materna era naturista. Esas primeras lecturas fueron las que la ayudaron a reconectar con una base que tenía olvidada, y terminó escribiendo dos libros de relevancia: Ecofeminismo para otro mundo posible (2011) y Claves ecofeministas para rebeldes que aman la tierra y los animales (2019), este­ ilustrado y más accesible para lectores que no sepan de filosofía.

Puleo pudo formarse; en la España de hace 40 años ya comenzaban a circular estas ideas, pero en Uruguay no. Lilián Celiberti, maestra jubilada, activista feminista, coordinadora del colectivo Cotidiano Mujer y ecofeminista del colectivo Dafnias, cuenta que cuando ella empezó a recorrer “el camino feminista más clásico” (embanderado con la participación política primero —Latinoamérica estaba siendo golpeada por dictaduras— y los derechos sexuales y el aborto después), en el país no había un solo libro que hablara de feminismo. “En esa época nuestras necesidades eran la derrota del autoritarismo. Yo soy de la generación que leyó a Jean-Paul Sartre a los 17 años y conoció a Simone de Beauvoir a los 30”, cuenta.

Celiberti hizo el clic durante un encuentro con líderes indígenas de América Latina en el que las mujeres le decían: “Ustedes los occidentales siguen considerando a la naturaleza como ajena a ustedes”. Allí comenzó a preguntarse el porqué de eso. “Empezamos unas jornadas de debate feminista donde intentamos colocar el tema en la mesa, pero no tuvimos mucho éxito”. El primer taller sobre ecofeminismo que ella y su colectivo hicieron, allá por 2015, tuvo una convocatoria de 10 personas. “Fue medio un fracaso pero nos dio para conversar. Aquello coincidía con una aceleración de las luchas extractivistas en nuestro país, con todo lo de UPM, y eso nos sirvió. Ahí fue el despertar”, recuerda.

María Fernanda Souza Rodríguez, socióloga y reciente directora nacional de Cambio Climático, expone algo muy interesante: tuvo que irse del Uruguay para escuchar por primera vez sobre ecofeminismo. “Fue durante mi maestría en Medioambiente, en Edimburgo, 2022. Recién ahí empecé a preguntarme por el extractivismo, por los pueblos indígenas, por las mujeres en los pueblos indígenas y por mi propio territorio. Creo que Uruguay tiene algunas condicionantes que estructuralmente lo llevan a evadir todas esas preguntas”, reflexiona.

De todas las invitadas, la primera en introducir el concepto de cuerpo-territorio fue Mariana Achugar, docente universitaria y coordinadora del Observatorio de Medios del Uruguay, de la cátedra de Unesco de Derechos Humanos en la Universidad de la República, y también miembro de Dafnias. Ella primero se interesó en las formas de tratamiento, gestión y contaminación del agua, pero terminó observando que eso afectaba de manera distinta a las mujeres y a los hombres, y a partir de allí pasó a adoptar un enfoque feminista sobre cuestiones vinculadas a los recursos de la tierra. “Tiene que ver con los cuidados; el agua, por ejemplo, es un recurso fundamental no solo como alimento. Cocinamos, limpiamos, nos higienizamos”, enumera, entre otras tareas domésticas y más vinculadas con la naturaleza, no remuneradas, que son una inversión de tiempo para el cuidado de la vida, adjudicada históricamente al género femenino.

Feminismo y ecología: ¿El hombre contra la mujer y la naturaleza?

No es que el capitalismo y la explotación de los recursos naturales, entre los que se encuentran los recursos humanos, sea exclusivo del género masculino, pero sí es un sistema que perpetúa la división sexual del trabajo bajo la lógica de hombre que produce y cobra, y mujer que, tenga o no un trabajo pago, cuida de él, los hijos y la casa, y eso sin remuneración alguna.

Este sistema es como si ignorara que para mantenerse a sí mismo necesita tanto de la naturaleza y sus bienes como de estas infravaloradas tareas de cuidado de la vida humana, que no puede concebirse como algo ajeno al entorno natural que está siendo explotado. Así lo entiende el ecofeminismo.

“El capitalismo necesita a las mujeres trabajando, cuidando la vida, pero no hay salario que pueda pagar las necesidades de cuidado de la especie humana”, explica Celiberti. Y si bien la génesis de esto —hombres cazadores y recolectores, y mujeres que cultivaban, preparaban medicinas y cuidaban a los niños y ancianos— no está en el capitalismo, sino en el desarrollo de las primeras civilizaciones, el problema aparece cuando al explotar los recursos naturales no se respetan los tiempos de reproducción de la naturaleza.

“Culturalmente tenemos una forma jerárquica de establecer vínculos, que también se ve reflejada en la relación del hombre con la naturaleza”, explica Achugar, y se apoya en el pensamiento de la antropóloga y activista feminista argentina Rita Segato, que dice que el patriarcado precede a todas las demás formas de dominación. “Esto implica el uso de violencias, formas de abuso y desvalorización de la importancia de la existencia de una otredad. Pasa con la naturaleza y pasa con otros seres humanos, desde grupos étnicos hasta mujeres. Pensar que hay personas que no tienen el mismo valor es lo que permite que no se remuneren ciertos trabajos”, concluye.

“No hay salario que pueda pagar las necesidades de cuidado de la especie humana”. “No hay salario que pueda pagar las necesidades de cuidado de la especie humana”.

El patriarcado, según Souza, es la convención fundamental y más constante de todos los tiempos. “La naturaleza está a disposición del hombre para su explotación, y con ella una mujer también está a disposición del hombre. Es la “conquistalidad” de la que habla Segato, el cómo a través de las mecánicas extractivistas y la sociedad patriarcal se reproduce esa colonialidad que nace con la conquista de América, donde se reprimieron mujeres, pueblos indígenas y una nueva tierra. Eso se reproduce hasta hoy en día, aunque se legitima de otra manera, que es igualmente violenta”.

Pero esta voluntad de dominio en realidad es muy anterior incluso a la conquista de América. Puleo insiste en que si bien hoy la del hombre sobre la naturaleza es una dominación capitalista, globalizadora y destructiva, no puede darse por iniciada con el capitalismo. “Se trata de una subordinación androantropocéntrica; es el andros (varón) que le da valor jerarquizado a todo lo que existe a partir de su propia concepción antropocéntrica (el ser humano como centro). Solo que no es lo mismo cuando se va engarzando a los sistemas económicos, porque nunca va a ser lo mismo la voluntad de dominio de un hombre en un pueblo etnológico —en los pueblos originarios también existe el machismo en algunas comunidades, por más que respeten y reconozcan a la naturaleza como una entidad con derechos propios— que la voluntad de dominio en la globalización neoliberal, de gente con poder”, ilustra la escritora. La crisis que está atravesando el planeta no es culpa de todos los seres humanos, concluyen las entrevistadas.

Nosotras, que cuidamos el mundo

No es casual que la gran mayoría de las referentes en el tema sean mujeres, sobre todo de la India y África —territorios en los que la pobreza, la desigualdad de género, los movimientos de los pueblos y el impacto del cambio climático son mucho más visibles, de la mano de una espiritualidad apabullante—, como Vandana Shiva, seguidora de Gandhi, o Wangari Maathai, premio Nobel de la Paz en 2004. También en Latinoamérica existen líderes indígenas de Brasil, Ecuador y Perú en defensa del Amazonas.

Sin embargo, aunque el rol crucial de la mujer en la sostenibilidad de la vida es innegable, las cuatro convocadas a la mesa de Galería buscan separarse de cualquier concepción esencialista del ecofeminismo que sostenga que el tema las sensibiliza más por el simple hecho de portar útero, que las pone en una posición de mayor proximidad con la naturaleza, al tener la capacidad de gestar vida.

No se trata del útero, sino de la condición de género, dicen. “Rechazamos el esencialismo del útero porque no somos cercanas a la naturaleza por nuestra feminidad, sino justamente por esa división sexual del trabajo. Cuidamos porque nos socializamos con el cuidado generación tras generación”, explica Celiberti­. “Queremos politizar esto de los cuidados, de que la vida humana no existe sin ellos —la fantasía de la individualidad—, pero tampoco decir ¡qué maravilla que somos cuidadoras!”.

En palabras de Puleo: cuidado con el cuidado, porque un elogio excesivo es peligroso. Hablar de cuidados como algo de la mujer no necesariamente es un esencialismo, “responde a la realidad”, asegura Souza. “Las mujeres cuidan, es la situación que tenemos. Lo que no quiere decir que por detrás haya una convicción de que es la mujer la que naturalmente tiene que dedicarse a eso“.

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Entonces, politizarlo, ponerlo sobre la mesa, significa nada más que visibilizar su necesidad, que aunque es mucho más evidente en recién nacidos o adultos mayores, es general. “El sostenimiento de la vida toda depende de reconocer que hay una interdependencia, que necesitamos cuidar el ambiente del que somos parte, y por ende, eso significa cuidarnos entre nosotros, lo que no debería recaer solo en la mujer por más cultural que sea”, resume Achugar.

“Hay que revalorizar aquello que ha sido desvalorizado o sucumbimos. El ecofeminismo es la herramienta para reconocer que en todo lo humano (independiente del género) hay naturaleza y cultura. ¿Por qué disociarlas? Espíritu y materia, razón y emoción­, todos­ esos dualismos son artificios para generar jerarquías injustas”, concluye Puleo.

Al cambio climático, un cambio de paradigma

El ecofeminismo postula que el sistema debe ser sustituido por una relación armónica con la naturaleza. Ahora bien, ¿cómo deshacemos todo lo que hoy funciona y empezamos de nuevo? Lo que hay que hacer, para Puleo, es empezar por los gestos cotidianos, mínimos, pero muy relevantes, ya que muchas mujeres hacen muchas cosas por su entorno sin autodenominarse ecofeministas. “Se trata de cómo cuidar y reivindicar estos cuidados dentro de lo que es tu propio espacio”. Pero igualmente se necesita una propuesta normativa, porque la resistencia al extractivismo, la preservación de espacios naturales, la igualdad de oportunidades o la fortaleza del sistema de salud, por ejemplo, van mucho más allá de la vida cotidiana y los pequeños gestos, señala la autora.

Achugar menciona algunas políticas que abordan la corresponsabilidad como una buena práctica para “revertir esa jerarquía” y “generar la conciencia de que los cuidados son algo del ser humano y no del género”. Por ejemplo, si la maternidad es una forma de cuidado y las mujeres tienen licencia por eso, la propuesta de que los hombres también puedan tenerla para hacerse cargo de esas mismas tareas es funcional al ecofeminismo.

Asimismo, sugiere conectar los movimientos sindicales con la mejora de las condiciones laborales, partiendo de esta división sexual del trabajo. “Eso tiene que ver también con el cuidado del ambiente y de las relaciones entre varones y mujeres”.

La resistencia al extractivismo, la preservación de espacios naturales, la igualdad de oportunidades o la fortaleza del sistema de salud van mucho más allá de la vida cotidiana y los pequeños gestos.

Hay un margen para que algunas cosas cambien, y están cambiando. La pandemia, según Achugar, fue un mojón para demostrar que todo puede adaptarse muy rápido. “Tenemos la prueba de que es posible esa esperanza del cambio abrupto, pero no tenemos que pensar que la revolución tiene que ser la gran revolución para cambiar todo el mundo junto al mismo tiempo”, reflexiona.

Y si un cambio radical es más que difícil a escala global, en Uruguay tener incidencia parecería casi imposible. Souza cuenta que ahora que ocupa un lugar de relevancia política y la invitan a paneles de discusión sobre temas ambientales, si es la única mujer en el panel, no va. “En el movimiento ecologista la gran mayoría son mujeres, pero las caras visibles son los hombres y Uruguay no es ajeno a eso. Si soy la única mujer invitada a una mesa de discusión, no voy, y si es por no perder el espacio, porque no llaman a ninguna otra, voy y lo dejo explícito”.

Desde que ocupa este rol, Souza cuenta que sintió una serie de rechazos de parte de sus círculos por integrarse a “la cosa política, que oprime, que legitima… Está bien, yo lo entiendo y comparto. Pero te quedás sola. Muy sola. Y por solo un posteo te destruyen propios y ajenos”.

Cualquier modificación a pequeña, mediana o gran escala requiere de un cambio cultural y de mentalidad que permita “poder imaginar otros mundos posibles, horizontes emancipatorios” en un mundo donde existen pocas narrativas alternativas, y si hubiera más, falta hacerlas explícitas. “Visibilizar lo que se está haciendo también es un riesgo, porque muchas veces cuando se las visibiliza es cuando se las aplasta”, señala Achugar. “Existe esta tensión de saber cuándo mostrar y cuándo guardar, hasta que tengan la suficiente fuerza para sostenerse”.

Haga lo que se haga, “siempre van a quedar los poderosos”, subraya Celiberti. “Con el cambio climático se ve quiénes son los que destruyen y quiénes son los impactados. Fijate quiénes migran por falta de agua”.

Ella antepone a cualquier tema la mirada crítica. “Es necesaria, porque si no, pasa como ahora, que nos largan la del hidrógeno verde y es toda una fantasía, porque no hay un solo proyecto concreto, pero todos estamos discutiendo esa fantasía, que encima se construye sobre la base de la expansión del extractivismo”, apunta. “Estamos en un momento muy grave para la vida sobre el planeta, la destruimos con nuestras propias iniciativas”.

Hay una afirmación de Judith Butler, filósofa y feminista judeo-estadounidense, que sugiere justamente que los cambios no se producen solo porque las personas se reúnan alrededor de una mesa, sino que tienen que venir acompañados por un cambio en el sentir común; haciendo referencia al sentido común pero también a un sentimiento compartido.

“Sin alianzas entre mujeres no se amplifica el debate. Necesitamos rodearnos de otras que no piensen igual, que no tengan la misma historia, pero que desde su lugar puedan contribuir. No es lo mismo tener con quien hablar, pero no solo hablar, intercambiar, que no tener ningún diálogo”, concluye Celiberti.

Los cambios no se producen solo porque las personas se reúnan alrededor de una mesa, sino que tienen que venir acompañados por un cambio en el sentir común; haciendo referencia al sentido común pero también a un sentimiento compartido.

El disgusto de Souza frente a la soledad de las mujeres en roles de relevancia está en sintonía con esto que plantea la maestra. “La idea es no perder interlocutoras, porque eso es perder contacto con el territorio, con la comunidad, con mi propia comunidad de ideas también y hasta con los pares”, menciona la directora. “Nos hace mal a nosotras, a la política, y va en detrimento justamente de tener una incidencia real”.

Pero para eso hay que sortear las hostilidades. Para las entrevistadas, el mundo de hoy les resulta mucho más hostil que hace 10 años, sobre todo, en el espacio político. Son las redes sociales, campo moderno del debate y la discusión, las que sembraron la moda del pensamiento único (que es la falta de pensamiento crítico, que menciona Celiberti), “tan destructivo como la propia destrucción de la naturaleza”.

Intentar mejorar esta forma de relacionamiento es uno de los pequeños gestos cotidianos de los que se habla. El ecofeminismo, como cualquier movimiento que desafíe estructuras sólidas históricas, provoca resistencia; por eso la estrategia no puede ser nunca apuntar a un cambio de paradigma súbito, sino a la acumulación de acciones mínimas, que de mínimas no tienen nada.

No es la construcción de un mundo ideal, sino la herramienta para una intervención directa, no solo para sembrar nuevas creencias, sino para resignificar las que ya existen.