El caso puede ser cualquiera de los que aparecen a diario en los informativos de televisión. Un repartidor asesinado en un intento de robo o una mujer, madre y también trabajadora, que zafó del homicidio, pero quedó con lesiones severas, no solo físicas. Sus familias, sus compañeros, quedaron destrozados. La muerte de él y las consecuencias sufridas por ella como víctima “no letal” erosionan el “capital humano”, lo mismo que si el autor de esos crímenes terminó preso. Ese es uno de los costos económicos directos de la delincuencia y la violencia, que se suma a otros, como el gasto en seguridad pública, en vigilancia privada, en el sistema judicial, en cárceles.
Mientras las encuestas de opinión pública ubican persistentemente a la delincuencia como uno de los problemas más preocupantes para la gente, el sistema político polemiza sobre la gestión de la seguridad ciudadana y los cronistas de “policiales” corren de un lado a otro para cubrir los hechos delictivos, algunos análisis sobre Uruguay elaborados por organismos internacionales y calificadoras de riesgo empezaron a señalar con más insistencia este asunto como una amenaza para el desarrollo económico del país.
En la región, y en particular en algunos países de América Central, el link negativo entre delincuencia y economía es fuerte desde hace años, pero es un fenómeno más nuevo para el caso uruguayo.
A mediados de este año, después de visitar Montevideo y reunirse con autoridades y actores sociales, una misión del Fondo Monetario Internacional (FMI) marcó en el reporte entregado a su regreso al Directorio Ejecutivo del organismo en Washington el crecimiento de cierto tipo de delitos en el país. Los técnicos notaron que las “tasas de criminalidad más altas tienen un impacto macroeconómico adverso, ya que reducen el crecimiento al disminuir tanto la acumulación de capital como la productividad. Uruguay tradicionalmente exhibe algunas de las tasas de criminalidad más bajas de la región, pero se ha experimentado un aumento sostenido en la tasa de homicidios, gran parte de la cual está relacionada con el tráfico de drogas. Por otra parte, se observa una mejora reciente en los casos de hurtos, rapiñas y abigeatos. El aumento de la delincuencia durante la última década, si bien parte de una base baja, debe ser abordado antes de que empiece a incidir sobre el crecimiento económico”.
También alguna calificadora de riesgo aludió al tema en comentarios recientes, si bien la visión macroeconómica e institucional del país es muy positiva, le granjeó una nota dentro del rango de inversión no especulativa (“investment grade”) que solo unos pocos tienen en América Latina. El aumento de la delincuencia y el costo de vida, sumados al envejecimiento poblacional, “podrían generar cierto grado de descontento social y cuellos de botella al crecimiento”, dijo en esa línea semanas atrás a Búsqueda Carolina Caballero, analista principal para Uruguay de la agencia Standard & Poor’s.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) tiene el tema de la seguridad ciudadana en agenda desde hace tiempo, aunque más recientemente le dio un lugar en su “estrategia institucional”. En ese marco, hace pocos días publicó una actualización de un cálculo de cuántos son los costos del crimen y la violencia en la región: para 2022 rondó en torno a 3,4% del Producto Interno Bruto (PIB), en promedio, una “cifra preocupante que no ha mejorado desde 2019”. El organismo también dimensiona esa magnitud con otra comparación, respecto al presupuesto público: ese costo equivale a 78% de los dineros asignados a la educación, el doble que en asistencia social y 12 veces las partidas para investigación y desarrollo de los 22 países de la región abarcados, entre los que está Uruguay. “Los recursos que podrían invertirse en fortalecer el capital humano, impulsar la innovación o mejorar la infraestructura son en cambio absorbidos por las consecuencias del crimen y la violencia, socavando el potencial de crecimiento y el bienestar general de la región”, lamenta el BID en el documento, elaborado junto con el centro de investigación colombiano Fedesarrollo.
El estudio conceptualiza los costos de la delincuencia y la violencia como la diferencia entre el bienestar que los individuos podrían alcanzar en un escenario hipotético sin crimen y su bienestar actual.
Los costos directos abarcan los gastos y pérdidas tangibles asociados al crimen y la violencia que pueden cuantificarse en términos monetarios. Por subregión, en el Caribe fueron 3,83% del PIB, en Centroamérica, 3,46%, en los países andinos, 3,22% y, por último, en el Cono Sur —que abarca a Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay—, un 3,2%.
Ese cálculo deja de lado otros impactos “potencialmente muy importantes”, según los autores del estudio, como el costo de oportunidad de los recursos empleados en atención de víctimas, las pérdidas de bienestar por lesiones físicas, daños psicológicos o generadas por cambios en los patrones de comportamiento en anticipación al crimen que no suponen una erogación directa en bienes o servicios destinados a la prevención, entre otros.
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Módulo 11 en la Carcel de Santiago Vázquez
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El número calculado para Uruguay fue 2,67% del PIB para 2022; ese porcentaje es el “punto medio” de la estimación (2,17% como “límite inferior” y 3,16% como “límite superior”) y se compone de un 1,08% del Producto de costo público, 1,16% de costo privado (gasto de las empresas en la contratación de equipamiento o guardias para la prevención de delitos), además de otro 0,78% por costos de “capital humano”, derivado de lo que implica que una persona asesinada deje de aportar a la actividad económica, que una víctima no letal pierda determinada cantidad de “años de vida saludable” (incluyendo la recuperación y las secuelas que impactan en su calidad de vida y su productividad) y que haya personas presas que podrían estar trabajando.
Cada punto del PIB de 2022 significaban, en dólares corrientes de entonces, unos US$ 690 millones.
En la anterior estimación, con datos de 2014, los costos directos totales del crimen y la violencia en Uruguay habían sido algo mayores, equivalentes a prácticamente tres puntos del PIB (2,96% como “punto medio”).
Los costos indirectos
Por otro lado, los costos indirectos reflejan otros impactos más amplios y menos visibles de la delincuencia en el bienestar y el desarrollo socioeconómico: perjudica la actividad local, desincentiva la inversión y frena el crecimiento; afecta negativamente la educación, generando deserción escolar y bajo rendimiento; la victimización erosiona la confianza ciudadana y el tejido social, entre otras consecuencias. A estos costos el estudio del BID no los cuantifica, aunque, para tres situaciones o sectores específicos, aporta evidencia sobre cómo el crimen tiene un impacto negativo en la región: en el caso del turismo, calcula que un aumento de un 1% en la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes de tres años atrás se asocia con una caída de 0,12% en la tasa de turistas por cada 100.000 habitantes del período actual.
Otras investigaciones recientes también hacen aproximaciones al impacto de la inseguridad o la violencia en las economías, aunque con variantes en las dimensiones consideradas y llegando a números diferentes.
Un informe difundido a comienzos de este año ratificó a Uruguay como el país “más pacífico” de América del Sur, por cuarto año, aunque bajó 0,4% su puntuación en un índice calculado por el Institute for Economics and Peace (IEP) y quedó en la posición 50 en un ranking que, en la edición de 2023, abarcó a 163 economías del mundo.
Según este think tank con base en Sídney, el descenso obedeció al “aumento de las manifestaciones violentas” y de la tasa de encarcelamiento, así como a una mayor “inestabilidad” política en 2022. Aunque no profundiza en ese último punto, cabe inferir alguna relación con el estruendo que produjo la detonación del “caso Astesiano”, el jefe de la custodia presidencial que, entre otros negociados, vendía pasaportes truchos a extranjeros y terminó preso.
El IEP también publica un cálculo de los efectos económicos de la violencia expresados en poder de paridad de compra (dólares “internacionales”, para hacerlos comparables entre países). En Uruguay, el “impacto” fue de US$ 9.604 millones —equivalentes al 8% del PIB y a US$ 2.806 por habitante—, a la vez que el “costo” lo estimó en US$ 6.075 millones.