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    Buscando a Kafka en Praga

    Al otro lado del Puente de Carlos, cruzando el Moldava, después de las 30 estatuas de santos, está el castillo. Dos guardias imperturbables lo vigilan. En realidad, son muñecos que soportan con estoicismo miles de fotos de turistas, unas cuantas con cuernitos. Dicen que Franz Kafka, al volver de su trabajo, pasaba por este puente medieval y veía desde lejos las siluetas de las torres. Algunos guías turísticos dicen también, en voz alta, que el castillo donde hoy resuena un jolgorio de idiomas lo inspiró en la creación de una de sus novelas más renombradas.

    Praga llega a herir de tanta belleza y locuacidad. Cada esquina tiene una leyenda para ofrecer, algunas macabras. Este año, entre los relatos posibles, las autoridades han elegido subir el volumen a la biografía de su hijo famoso, no siempre recordado. El 3 de junio se cumplió un siglo de la muerte de Kafka y la burocracia checa debió de mover montones de expedientes para que los homenajes estuvieran a la altura de quien cambió nuestra manera de percibir la realidad. Las celebraciones incluyeron exposiciones, obras de teatro, cómics, una página web, carteles, folletos y hasta un tranvía pintado con el rostro del escritor.

    La figura de un Kafka multiforme acecha en Praga. A veces aparece con la cabeza grande y el cuerpo diminuto; otras, con patas de insecto y las más, en afiches que resaltan su mirada penetrante. Uno de los homenajes se materializa en un folleto que anima al viajero a recorrer “la Praga de Kafka” con la ayuda de un mapa antiguo y otro actual simplificado. El “registro topográfico” que identifica 33 sitios parte del restaurante Isidor Goldhammer en la plaza de la Ciudad Vieja. Allí, en 1882, se casaron Julie Löwy y Hermann Kafka, los padres del escritor. Sin ellos, esta historia no existiría. Pero el edificio en cuestión fue demolido en 1900, por lo tanto, el visitante hace un alto en la plaza, contempla el Reloj Astronómico con las cuatro estatuas a sus costados —la Vanidad, la Avaricia, la Muerte y la Lujuria— y sigue como un perro rastrero con ganas de más. Todavía quedan 32 lugares por delante, entre otros, la casa natal y una decena de viviendas. Conclusión: Kafka no paró de mudarse en sus 40 años de vida.

    En cada parada una inscripción confirma que se ha tomado el buen camino. El mapa propone pasar por la escuela alemana a la que asistió el escritor en la primera infancia, reconocer el sitio donde nadaba con su autoritario padre, pasear por el parque preferido durante sus lecturas a la sombra de los árboles, pararse frente a la casa del editor Max Brod (escenario del primer encuentro con su prometida Felice Bauer) y visitar dos cafeterías, un teatro, un cabaret y el monumento más emblemático en su honor a la entrada del Barrio Judío, hasta culminar en el Nuevo Cementerio Hebraico.

    En la recorrida, el café Louvre al estilo de la belle époque es un punto estelar. Al ingreso, un cartel explicativo prepara al huésped para emociones fuertes. El Louvre se inauguró en 1902 y de inmediato se convirtió en cenáculo de intelectuales. Con el corazón agitado, el cliente sube hasta el primer piso y suele aproximarse a alguno de los mozos que, con amabilidad justa, le indica una de las escasas mesas libres. Finalmente, el café humeante se coloca sobre el mantel individual con un texto impreso en checo, inglés y alemán, que dice así: “Queridos clientes (…) nos enorgullecemos de las repetidas visitas de destacadas personalidades de renombre mundial como Franz Kafka, Karel Capek y Albert Einstein”. Tal vez por el efecto de las volutas con cafeína, se siente en ese instante el aliento casi tangible de Kafka. Un viajero curioso descubrirá pronto que el Louvre cerró en 1948. Luego de la Segunda Guerra Mundial, los muebles originales salieron despedidos por la ventana y los salones se convirtieron en oficinas. En 1992, el nuevo dueño recreó las antiguas leyendas y lo restauró sin respetar con exactitud el decorado original; aun así logró darle el aire de otras épocas.

    En la obra de ficción de Kafka, escrita en alemán, hay escasas menciones a Praga. Como contrapartida, la ciudad que lo ha convertido en una marca, fue lenta en los reconocimientos. Bastante después de la caída del Muro de Berlín, en 2003, se inauguró el monumento del escultor Jaroslav Róna, y, en 2005, abrió el laberíntico museo con objetos, cartas y libros del autor de La metamorfosis. Pese a estos vaivenes, Kafka parece bien unido a su ciudad natal y, de hecho, se mantuvo siempre cercano a ella. Una de las frases más repetidas en la capital checa lo expresa de la mejor manera: “Praga nunca te deja ir... esta querida madrecita tiene unas garras afiladas que no te sueltan”. La firma es de Kafka.

    De a poco las piernas se niegan a seguir, las callejuelas se vuelven sombrías y uno empieza a sospechar que el mapa ha ido a la esencia, al cliché de verdades condensadas: no es posible escapar de lo kafkiano.