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Si bien la campaña que acaba de terminar tuvo momentos de “bajeza” argumentativa y muchos comentarios para la tribuna —además de que en general entusiasmó poco al electorado—, me parece justo concluir que todavía gozamos mayormente de una “política de adversarios”
Alrededor de 70 países, que juntos suman unos 4.000 millones de personas —la mitad de la población mundial—, tuvieron elecciones nacionales en 2024. En muchos aspectos, estas elecciones demostraron buenos resultados sobre el nivel de la democracia global. La participación electoral ha aumentado por primera vez en 20 años, y hubo muchos cambios de signo políticos pacíficos,1 un rasgo importante de las democracias. En algunos casos, como India o Sudáfrica, también se eliminó la mayoría parlamentaria del gobierno incumbente. Es decir, los votantes exigieron responsabilidades a los gobernantes de turno y los cambios se dieron.
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Hubo de los otros también, como en Rusia o Venezuela, donde las elecciones estuvieron lejos de ser libres y competitivas. Pero, precisamente, esta es una característica de las dictaduras.
Ahora, más allá de algunos indicadores positivos, también es cierto que vivimos en tiempos de polarización y, en muchos sentidos, es difícil mantenerse optimista sobre el buen funcionamiento de la democracia, más allá de lo estrictamente electoral. Un claro ejemplo es lo que sucedió en Estados Unidos. El ahora presidente electo Donald Trump habló durante la campaña de quienes actualmente dirigen el país como “el enemigo desde dentro”, y dijo que “esa gente es más peligrosa […] que Rusia y China”.2 La vicepresidenta Kamala Harris tampoco se contuvo y señaló a Trump como un “fascista”, una caracterización que muchos analistas dicen que no ayudó a convencer a las personas que estaban considerando votar por Trump a cambiar de bando (a nadie le gusta ser llamado simpatizante de fascista).
Este antagonismo, esta conversación disonante, me recordó a una máxima sobre las democracias. Michael Ignatieff —académico de Harvard, escritor y exlíder de la oposición en Canadá— dice que para que las democracias funcionen “los políticos deben respetar la diferencia entre un adversario y un enemigo”. Un adversario es alguien a quien quieres derrotar y un enemigo, alguien a quien quieres destruir. La democracia requiere acuerdos y con los enemigos no hay compromiso, no se generan vínculos de confianza. No hay espacios comunes, por definición. Una política de enemigos es, como está sucediendo en muchos países del mundo —incluidas democracias—, una política de círculos que no se tocan, que no quieren tocarse, de “buenos” y “malos”. Con los adversarios, en cambio, el compromiso es posible.
Nuestra región ha estado marcada por esta “política de enemigos” que lamenta Ignatieff. Argentina, donde la política y la economía han ido en debacle por años, es un buen ejemplo. Javier Milei se refirió a “los zurdos hijos de recontra re mil p*ta, pedazos de mierda […]” (la blasfemia sigue, pero se entiende). Todavía no era presidente, pero ese lenguaje y nivel de agresividad, de nada más ni nada menos que un candidato a presidente, sería un escándalo monumental en nuestro país, por suerte. La oposición hablaba de que estaba en riesgo la democracia. La campaña electoral en Brasil, donde se enfrentaron Lula y Bolsonaro, también tuvo características similares. En Venezuela, Nicolás Maduro también trató a María Corina Machado y Edmundo González de “fascistas” y “apátridas”.
En Uruguay, todavía somos bastante inmunes a estas relaciones políticas. Si bien la campaña que acaba de terminar tuvo momentos de “bajeza” argumentativa y muchos comentarios para la tribuna —además de que en general entusiasmó poco al electorado—, me parece justo concluir que todavía gozamos mayormente de una “política de adversarios”. Por ejemplo, el candidato de la coalición Álvaro Delgado, unos días antes de la elección, “no descartó tener ministros del Frente Amplio” en un “gobierno de unidad nacional”. Yamandú Orsi, hoy presidente electo, dijo que en un eventual gobierno de izquierda incorporaría a miembros de la coalición republicana en roles intermedios, no ministeriales. El domingo, mientras transcurría la jornada electoral, la candidata a vicepresidenta Valeria Ripoll también se pronunció en este sentido: “No somos enemigos, somos adversarios, tenemos proyectos diferentes. Pero mañana hay que sentarse a conversar, a ponerse de acuerdo”, porque Uruguay “nos necesita a todos juntos”. Incluso los discursos al final de la noche del domingo fueron conciliadores entre ambos candidatos al balotaje. Orsi habló de convocar al “diálogo nacional”, y Delgado de “buscar y encontrar acuerdos nacionales”.
Tampoco somos un país a prueba de balas y es posible caer en una “política de enemigos”. De hecho, hubo algunos episodios en este sentido durante la campaña. La denuncia falsa contra Orsi —que lo acusaba de haber agredido a una mujer trans hace 10 años— fue un momento bajo de la campaña. También las constantes alusiones a Tribilín. Esta comparación no es del tenor de otras que hemos visto por el mundo, pero difícil luego tener diálogo con quien se ríe tanto de uno. Hay más ejemplos.
Las redes sociales y la posibilidad de subir a Internet noticias falsas y reproducirlas al instante engrandecen esta amenaza. La polarización política, como muchos otros temas, se ha vuelto “tribal”, y alienamos —e incluso les adjudicamos maldad o estupidez— a quienes no están de acuerdo con nosotros en todas y cada una de las cuestiones. A veces pareciera que importa más estar en contra del otro que defender las convicciones propias.
Por supuesto que algo de esto ha permeado en nuestro “pequeño país modelo”, pero todavía gozamos de una política que intenta construir. En los discursos electorales del domingo 24 se vieron dos líderes que se tendieron la mano. Fue una gran manifestación del espíritu de adversarios, algo muy importante, dado que, como dice Ignatieff, “un adversario hoy puede ser aliado mañana”, y nuestro país necesitará más acuerdos, no solo porque ningún partido tiene mayoría en ambas cámaras, sino porque hay muchos problemas que requieren alianzas entre partidos. Hay que ver cómo se pone de manifiesto todo esto una vez que comience la nueva administración, pero hoy me quedo con el medio vaso lleno, y la alegría de la excepcionalidad uruguaya.