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Me he convertido en un admirador del politólogo uruguayo, radicado en Chile, Juan Pablo Luna, a quien cité en mi pasada columna a través de un tramo de su último libro ¿Democracia muerta? Mi identificación con su pensamiento antecede a este fenomenal libro por su mirada sobre el papel de las elites, los riesgos que enfrenta la democracia y el enfoque del fenómeno del narcotráfico, en el que se ha especializado. En Chile, donde fue convocado a asesorar al gobierno de Sebastián Piñera (derecha) primero y luego al de Gabriel Boric (izquierda), lo señalan como un pesimista. Qué raro.
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Dos de los tantos conceptos que Luna maneja en sus trabajos son: 1) cómo el establishment, que en definitiva es el que hace funcionar las instituciones democráticas, no advierte la gravedad de la decadencia institucional en América Latina, y justifica tal miopía en, por un lado, mencionar el lugar que países como Uruguay o Chile ocupan en los rankings internacionales sobre calidad institucional, niveles de desarrollo humano, etc., cuando esas mediciones no tienen en cuenta situaciones internas gravísimas (pobreza infantil, vivienda, evolución de la violencia, aparición de partidos outsiders), y, por otro lado, cuando aparecen algunos nubarrones, en que siempre tenemos a mano la comparación con la tormentosa Argentina; 2) cómo a la democracia y a los partidos se les incrementó el espacio en el que deben actuar, pero se les acortó el tiempo.
Este último concepto tiene que ver no solo con el aumento de los problemas sociales que se han venido incrementando y profundizando, sino también con una acción política que parece responder a los tiempos de la Revolución Industrial y no a los de la revolución tecnológica que está sacudiendo las raíces de nuestras sociedades.
Las organizaciones sociales que mediaban entre la política y la ciudadanía decaen ante trabajos de corte tecnológico, máquinas que sustituyen a los humanos o humanos que trabajan solos y a veces a distancia, en soledad.
Un estudio divulgado la semana pasada por el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed) mostró que, en Uruguay, apenas el 36% de los estudiantes supera el nivel 1 en alfabetización computacional y manejo de información y el 45% lo supera en pensamiento computacional. Un tercio de los estudiantes uruguayos de octavo grado no logra cumplir las tareas más simples de la prueba de alfabetización computacional y manejo de información.
Ciudadanos incapacitados de incidir en la vieja política tradicional por su pauperización social y bajo nivel educativo van camino de tampoco poder insertarse en esta revolución tecnológica que acorta los tiempos ya escasos de la institucionalidad. Todo es para ya, todo es a un clic, políticos que antes del voto van por un “me gusta” en redes sociales, y la idea de mutar de una democracia de las asambleas (para la cual se necesita tiempo y diálogo) a una democracia digital se da de bruces con que los usuarios de Internet no sostienen la atención de un video por más de 30 segundos.
La elite construye poder, pero no diálogo, en un círculo cada vez más estrecho, alejándose de la ciudadanía. La Internet, que en algún momento parecía una forma de democratizar la información y las opiniones, se ha convertido en un lugar de confirmación de sesgos, de agresiones y mayor polarización.
“La principal consecuencia de todo ello es que la política se convierte en una gestión de las emergencias. Gobernar en clave de urgencia erosiona sobre todo el valor democrático del pluralismo. La idea de que no tenemos tiempo representa un problema para la política porque no hay lugar para el desacuerdo o el cambio de opinión, que son algo muy propio de la política en una sociedad democrática. Las emergencias favorecen un estilo elitista de gobernar, un protagonismo del Poder Ejecutivo, amplían el espacio del secreto y debilitan el control democrático, las instituciones son vistas como demasiado lentas y divididas”, señala un artículo de El País de Madrid.
El sociólogo chileno Egon Montecinos escribió que “la burocracia y los partidos políticos no reciben de parte de la sociedad una presión social para acelerar (los) cambios. La sociedad civil aún no incorpora del todo la tecnología, la inteligencia artificial y la robótica como una dimensión de evaluación de la gestión y políticas públicas que reciben de parte del Estado”.
No se trata de eliminar el debate, la diversidad y el conflicto propio de las democracias, sino de evitar seguir minando la confianza en los partidos políticos, en recuperar el tiempo perdido y aceptar que no solo se necesita al otro para ello, sino admitir que, en ocasiones, el otro puede estar más cerca de la razón. Al menos dudar, para acercarse a la verdad si es que esta existe como tal.
Como dice el escritor italiano Carlos Rovelli, no seguir “alimentando como norma de actuación en algún caso el cultivo directo o indirecto del odio al otro, la descalificación grosera del contrario o, en fin, que eleven la bandera del fanatismo pontificando que ellos están en posesión de la verdad absoluta y que el resto de los mortales se halla completamente equivocado. Las simplificaciones políticas también coadyuvan a esa condensación del tiempo que nada ve más allá de sus propias narices. (…) Hacer, a fin de cuentas, la vida más placentera y alegre a sus ciudadanos. Para ello, paradojas de la vida, se requiere tiempo, pero este, como ya hemos visto, se consume en otros menesteres”.
La política necesita ganar tiempo no para ir apurados, sino rápido.
Se señala que los primeros relojes mecánicos del siglo XIII solo tenían la aguja de las horas, la de los minutos se agregó en el siglo XVI y la de los segundos fue incorporada en el siglo XVIII. Ahora estamos en la era de los nanosegundos.
Mientras que la política marcha a ritmo de tortuga, la tecnología y las redes sociales (el experimento de ingeniería social más brutal de la historia) moldean las mentes y los tiempos de los ciudadanos que, como los problemas, se escapan como la liebre. Solo en la fábula gana la tortuga. En la realidad, no seamos inocentes, no.
Si la política no acorta los tiempos dejando al margen por un momento el conflicto y se centra en la cooperación, a las elites les va a pasar lo que el filósofo Séneca advertía hace 2.000 años: “Cuando lleguen al final, entenderán que estuvieron muy ocupados en no hacer nada”.