Al poco tiempo de entrar al Sodre ganó una beca de la Organización de Estados Americanos (OEA) para estudiar un año en Joffrey Ballet School de Nueva York; una beca que, como tal, no existía, y ella misma se encargó de armar a su medida. “Leí en el diario que hablaban sobre por qué los uruguayos no solicitaban becas de la OEA, y fui a la oficina a averiguar. Ofrecían un montón, pero ninguna de ballet. Me dijeron que si conseguía una aceptación en una escuela de Estados Unidos, más todo lo que ellos exigían de educación formal, podía solicitar la beca. Me contacté con Joffrey Ballet School, me aceptaron y mandaron invitación y la solicité”. En Nueva York, el coreógrafo venezolano Vicente Nebrada la vio y la invitó a audicionar para el Ballet de Caracas —en su época de oro—, en el que Camou terminó bailando durante dos años, haciendo giras por todo el mundo. De Venezuela pasó a Europa. Fue primera bailarina invitada en el Ballet Classique de París y solista durante dos años en el National Theatre de Múnich (Alemania), antes de volver a Sudamérica para bailar en el Ballet de Santiago, convocada por el director húngaro Iván Nagy. Regresó como solista al Ballet del Sodre con 35 años y “las mochilas bien cargadas”. Su vuelta a Uruguay, lejos de asociarse al fin de su carrera, significó nuevos e importantes comienzos. Descubrió su fascinación por el tango, lo que la llevó a desarrollar una carrera en paralelo y a explorar en el campo de la creación coreográfica. Como coreógrafa, ganó una beca para estudiar en el Chicago Artists International Program, en Columbia College (Estados Unidos). Abrió su propia escuela, Montevideo Ballet Studio —donde se enseña ballet, tango y pilates— y su dedicación al tango la llevó a ser una pieza clave en la revitalización de la carrera de esta danza rioplatense en la Escuela Nacional de Danza del Sodre, en la que ejerció el rol de coordinadora académica durante varios años.
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Adrián Echeverriaga
Se retiró del BNS con 49 años. Su generación, que estaba pronta para retirarse con 20 años de carrera, no pudo hacerlo debido a que se había derogado la ley jubilatoria para bailarines. Esto la obligó a seguir en la compañía, aunque no pudo despedirse de los escenarios en puntas, como hubiera querido. En 2009, mientras se dedicaba de lleno a formar a las nuevas generaciones y a crear diversas propuestas coreográficas, el Sodre de Andes y Mercedes reabrió. Comenzaba la era Julio Bocca y el prestigioso nuevo director le propuso trabajar como asistente de dirección, cargo que ocupó durante los dos primeros años de una nueva época dorada para el ballet nacional.
¿Qué tanto tuvo que prepararse la compañía para la llegada de Julio Bocca?
Él quería agrandar la compañía. El sistema de contratación que teníamos, que sigue existiendo, era un régimen de cargo permanente. Pero él instauró el sistema de fideicomiso, entonces los que estaban en el régimen anterior pasaban a la compañía automáticamente, y los nuevos entraron con el otro. En el primer concurso entraron 30. Fue inédito, porque nunca entraban tantos, porque no había puestos. No sé si el sistema es mejor o peor. Por un lado obliga a los bailarines a mantenerse siempre en forma, aunque por otro lado están más vulnerables a que en cualquier momento te digan “gracias”. Pero hasta el día de hoy coexisten, hay gente con cargos estables y gente contratada.
Todo en la vida son etapas, y cuando se cierra una, se pasa a otra y esa etapa te va a traer otras cosas y uno abre otras puertas. Voy a continuar en el camino de la danza, en el trabajo con el cuerpo y en seguir transmitiendo todo lo que aprendí. Me siento un eslabón en la transmisión de conocimiento.
¿Cómo fue su etapa como asistente de dirección?
Fue divina. Me alineaba con la mirada que él tenía, sus propuestas eran de coreógrafos con los que yo había trabajado afuera, que nunca pensé que fueran a venir a Uruguay. Era el sueño de tener una compañía que estuviera en consonancia con ese desarrollo del ballet, esos grandes coreógrafos, que era importante que los bailarines tuvieran esa experiencia, porque la evolución del ballet la vas viviendo a través de tu propia experiencia corporal. Lo viví con un estado de felicidad, en el sentido de que ahora la compañía entraba en otra dimensión, como lo era antes el Sodre, porque en el 60 tuvo una época de oro. Hubo momentos oscuros de la historia, pasaron muchas cosas mutilantes, y la gente siguió trabajando como pudo, y eso tuvo valor, porque la compañía no sucumbió. La apertura (posdictadura, en 1985) fue un momento muy rico. El presidente del Sodre en ese momento, Hugo Barbagelata, era un abogado pero que se dedicaba a gestionar el arte, muy sensible. Empezamos a hacer ballets completos, fue un momento muy lindo. Después de todo eso hubo un período que se aplanó porque empezó la crisis de 2002 y no había presupuesto. Fue un período de chatura, hasta que el teatro se empezó a construir de nuevo en 2005 con un préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Durante todos estos vaivenes usted encontró nuevos caminos, como el tango, en los que también logró despegar.
Una de las cosas que aprendemos los bailarines es a fluir. La vida no es un camino en línea recta. Son caminos muy sinuosos. Eso es la vocación, cuando vos sentís amor y estás convencida de lo que estás haciendo y no podés fluir, se siente como si tuvieras una mordaza. Si sos artista, querés expresar y buscás fluir; si no podés por un lado, lo hacés por otro. Para mí, fue una fuerte búsqueda de mi identidad en la danza. Y el del tango fue un camino que me permitió rescatar el valor de esta danza, qué nos expresa y llevar eso a otras formas, porque ahí está nuestra identidad.
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Adrián Echeverriaga
Unir caminos
Unidas por el ballet, las protagonistas de la película Paso decisivo (Turning point, 1977) toman caminos que parecen opuestos: una de ellas dedica su vida entera a la danza y la otra abandona el ballet para formar una familia. Camou se refiere a esta película cuando menciona uno de los tantos pasos decisivos que ha tenido que dar a lo largo de su carrera; específicamente, cuando optó por volver a Uruguay junto a su esposo, el músico Gerardo Moreira y Victoria, la primera de sus dos hijas —hoy ambas destacadas artistas, Victoria como violinista y Clementina como cantante de ópera—, en lugar de asumir el rol de primera bailarina en el Ballet de Santiago. A diferencia de la ficción, sin embargo, la uruguaya ha unido caminos que parecen antagónicos para convertirlos en un único y más ancho trecho.
El tango es la danza del abrazo, para bailarla tenés que alcanzar el estado de unidad. Uno más uno no es dos, sino uno. Es una danza improvisada, la máxima expresión de libertad de uno frente al otro. El tango es la danza del abrazo, para bailarla tenés que alcanzar el estado de unidad. Uno más uno no es dos, sino uno. Es una danza improvisada, la máxima expresión de libertad de uno frente al otro.
Cuando entró al Sodre con 20 años conoció al que sería su futuro esposo, un violonchelista que también ingresaba a la orquesta. Que ambos sean artistas ha sido clave para el desarrollo de sus carreras.“Hemos transitado muchas cosas juntos. Hubo momentos de separaciones por el trabajo, pero momentos de encuentro, y siempre compartiendo los mismos intereses artísticos. A veces es difícil cuando las personas tienen intereses muy opuestos. Pero cuando uno entiende el arte, te da los espacios y tú le das los espacios al otro”. Fue así que, por ejemplo, su esposo buscó oportunidades para acompañarla en su carrera con los cambios de países y compañías. Estudió dirección orquestal en Alemania mientras Camou bailaba en el Ballet de Múnich: se perfeccionó en violonchelo con un músico de la Ópera Metropolitana mientras ella realizaba su beca de la OEA, y lo contrataron de la Orquesta Municipal de Caracas cuando Camou bailaba en esa ciudad. Lo mismo sucedió a la inversa, cuando Camou se rehusó a ser primera bailarina en el Ballet de Santiago para volver definitivamente a Uruguay y acompañar a su esposo en la oportunidad de dirigir una orquesta, momento en el que la bailarina transitó una nueva expansión profesional. “Venía de haber trabajado con coreógrafos que acá se veían muy lejanos, y eso me detonó el empezar a crear, a coreografiar. Si me hubiera quedado bailando afuera no me hubiera zambullido tanto en este campo, hubiera seguido bailando. Lo que pensé al volver fue: si no está todo acá, lo voy a hacer yo”.
¿Cómo nació su pasión por el tango?
Cuando volví a Uruguay y empecé a crear, me sentía muy desarraigada, no encontraba una vibración, mi visión. Mi marido estaba dirigiendo con Pro Ópera, que dentro de la temporada iban a dirigir María de Buenos Aires, ópera de Piazzolla. Vino Horacio Ferrer con los bailarines de tango argentinos Gloria y Rodolfo Dinzel. Hicieron una audición de bailarines de tango y había muy pocos, solo gente que bailaba tanguito de salón. Se tomaron tres personas de esa audición. Entonces decidieron traer bailarines clásicos y enseñarles a bailar tango. Fueron 15 días intensivos. Ahí me detonó el tango. Estaba en plena actividad como bailarina en el Sodre, tenía dos días libres y me iba a Buenos Aires, y traía a los Dinzel acá a dar clases para gente que se anotaba. Ellos trajeron la metodología. Después, ese conocimiento de tango lo fui volcando a proyectos coreográficos que hacía en el Sodre.
El tango es la danza del abrazo, para bailarla tenés que alcanzar el estado de unidad. Uno más uno no es dos, sino uno. Es una danza improvisada, la máxima expresión de libertad de uno frente al otro. En un abrazo estás en un estado de libertad absoluta frente al otro. Para mí, eso habla mucho de nosotros. Ante todo, priorizamos la libertad, pero en un estado de unidad.
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Adrián Echeverriaga
Los bailarines de ballet, al igual que los deportistas de élite, tienen el desafío de terminar una carrera siendo muy jóvenes y con la incertidumbre acerca de su futuro. ¿Empezar una carrera en el tango, que no es tan estricta en cuanto a edad, fue una forma de minimizar la incertidumbre?
Me fui formando en otras áreas porque a esa edad empezás a vislumbrar el futuro. Cuando empezás a bailar, pensás que el ballet va a ser eterno y después te das cuenta de que no. Yo bailé hasta los 49. Creo que la etapa más linda de una bailarina es después de los 30, cuando conjugás la experiencia y tenés amalgamada la técnica. Porque antes querés hacer todo desde el lado técnico, pero la madurez artística más linda es después de los 30. Lo que pasa es que a veces depende del bailarín; el cuerpo te puede jugar una mala pasada, si tenés una lesión muy grave, te puede frustrar.
Dolor en acción
Camou le agradece a la danza. El arte, dice, le permitió transformar el mayor dolor en acción. 1983, 2021, 2022 fueron años marcados por el trágico fallecimiento de sus tres hermanos. Ella bailaba en Alemania cuando recibió la noticia. Su hermano, dos años mayor que ella y con tres hijos, había fallecido en un accidente de avión. La bailarina se tomó meses de licencia para volver al país junto a su esposo, con la idea de acompañar a su familia para luego volver a Múnich. En ese período confirmó su primer embarazo. “Nos replanteamos todo; teníamos la necesidad de estar acá. Ahí conocí a Iván Nagy, director del Ballet de Santiago, que me ofreció contrato y nos fuimos con mi hija. En la vida se entremezclan todas las cosas”, cuenta.
Treinta y ocho años después, en 2021, su hermana cuatro años menor viajaba a Miami con su esposo para visitar a su hijo y sus primeros nietos. Se alojaron en Champlain Towers, edificio que se derrumbó y en el que fallecieron 98 personas. “Mi hermana murió con el marido. El consulado uruguayo apoyó a los familiares para que pudieran ir y fuimos con mi hermano. Son esas cosas que hasta el día de hoy me parecen ciencia ficción”, recuerda con la voz quebrada.
A los pocos meses, en 2022, su hermano menor, a quien Camou describe como “brillante y muy sensible”, no pudo con la depresión con la que batallaba. “Trataba de apuntalarlo con mi espíritu resiliente, hacerlo creer en él. Mi hermano era un capo en matemáticas, había hecho un máster en Francia, un doctorado en Estados Unidos. Dejó la carrera de ingeniero porque le gustaba la docencia, sacó un libro, era un excelente maestro. ¿De mis hermanos del alma soy la única que queda? La vida es así. Ahora los sobrinos nietos son mis nietos, los hijos de mi hermana me viven llamando, mi sobrina también. Todos están pendientes de mí. Soy la única representante, la única imagen de abuela de todos mis sobrinos y la única referencia que tienen de Uruguay, y ahora vienen más que nunca”.
¿De dónde sacó la fuerza en esos momentos?
Le agradezco a la danza, al haberme dedicado al arte, porque me ayudó a transformar las lágrimas en sonrisa, a vivir un evento muy fuerte y transformarlo, sublimarlo en arte, en creación. Aparte de ser una forma de expresión artística, ha sido también una herramienta terapéutica para mí. Creo que el arte es el único vehículo que tenemos para sanarnos naturalmente, transformando. Siempre estamos sublimando la vida, entonces nos pasa una tragedia y eso lo llevamos a la creación. Mi hermano se suicidó a fines de enero (2022), y a principios de febrero tenía que trabajar con el Ballet Nacional para montar Suite Gardel, que iba a ir a la expo feria en Dubái. ¿Te imaginás cómo estaba yo? Destrozada. Era como si tuviera la torre Eiffel encima, no podía. Tenía dos semanas para montar todo y se iban para Dubái. Y monté todo. A veces no sabés de dónde sacás fuerzas.
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Adrián Echeverriaga
Siempre danza
Una tarde de veranillo en pleno junio, en la galería de arte Hungry Art, Camou es producida para las fotos que acompañan esta nota. Se siente más auténtica con aquellos atuendos que permiten apreciar su torso erguido y cuello largo. La bailarina no necesita prácticamente instrucciones: posa para las fotos y naturalmente logra armonizar su rostro expresivo con sus movimientos, que son al mismo tiempo delicados, elegantes y enérgicos.
A los 70 años, la bailarina descubre una nueva faceta. Últimamente ha sido contactada por diseñadoras uruguayas —como Clara Aguayo— para lucir sus prendas e incluso participar en desfiles, una experiencia desafiante, pero que no le resulta muy ajena. “Es una experiencia performática para mí, que estoy acostumbrada a salir al escenario, aunque fui tomando ciertos códigos que son propios del metier de modelar. Lo vivo con mucha curiosidad y disfrute. Es una experiencia que nunca en la vida había pensado y que se da por un cambio de paradigma. Ahora hay que incluir a las personas, y una edad avanzada no es una edad que caduca, es una edad vigente, que tiene mucho para dar, que sigue creciendo. Porque la gente de tercera edad sigue estudiando, sigue aprendiendo, desarrollando actividades, aportando”. Habla sobre estos cambios también a la hora de vestirse, y de la gran oportunidad que se presenta para los diseñadores que la aprovechen. “Hay un mercado enorme. Antes la mujer adoptaba una postura estética de ‘no puedo ponerme esto’. Estamos en un mundo de mayor libertad y movimiento, y la ropa te tiene que dar esa posibilidad de poder moverte, expresarte”.
Sus palabras y su presencia evidencian su vigencia. Nuevamente, se actualiza su mirada del mundo y de la profesión, de los estilos de aprendizaje y de enseñanza. Año a año se enfrenta a nuevas generaciones, nuevas técnicas y géneros. Curiosa, tan ávida de conocimiento como a los 20, Camou seguirá creando, enseñando y también bailando. Repite cada vez que puede que se retirará del Sodre, pero no de la danza o, como ella dice, del vasto mundo del cuerpo.
Fotos: Adrián Echeverriaga | Producción: Sofía Miranda Montero | Maquillaje y Pelo: Hiela Pierrez
Agradecemos a Agnes Lenoble, Ana Livni y H&M por su colaboración en esta producción.