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Si comparamos la salida uruguaya con la de los vecinos, nuestro camino resplandece; no sufrimos las sublevaciones que adoleció Argentina ni las secuelas dictatoriales que soportó la transición chilena
Han sido tan intensos estos últimos 40 años, han pasado tantas cosas en el mundo y en nuestra pequeña comarca, que el recuerdo de aquel 25 de noviembre se desvanece en un horizonte lejano. Paradójicamente, los hechos de la dictadura, mantenidos vivos en la memoria por una vigorosa militancia, de ánimo justiciero, aunque de a ratos parcialmente intemperante, parecen recortarse en un paisaje más cercano, pese a que nos retrotraen a 63 años desde la aparición de la guerrilla guevarista y 51 desde el golpe de Estado.
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Esta extraña y zigzagueante perspectiva nos impone, por lo tanto, detenernos en algunos de sus mojones, esos acontecimientos que son algo más que un hecho por la carga histórica que arrastran. Es el caso de la elección del domingo 25 de noviembre de 1984, que marcó el retorno al libre ejercicio de la soberanía popular.
Muy difícil había sido el camino. Comenzó en el plebiscito de 1980, cuando la dictadura sintió que había un ambiente favorable y sometió su propuesta de reforma constitucional bajo el atractivo señuelo del retorno a la normalidad. Los partidos, aún proscriptos, nos opusimos, y el pueblo acompañó esa postura. Se quería una salida, pero no cualquiera: una transición sin la tutela militar, que de un modo u otro pretendía sobrevivir.
El poder asumió el cimbronazo y fijó un nuevo cronograma, que comenzaba en una elección interna de autoridades partidarias legítimas con las que se pudiera negociar una transición. En noviembre de 1982 se cumplió, en un extraño fin de semana en que los partidos celebrábamos volver a la vida mientras medio país se hundía en el marasmo del quiebre de “la tablita” que asfixiaba a los deudores en dólares, multiplicados por la facilidad del “dólar barato”.
En mayo de 1983 se intentó un diálogo en el Parque Hotel. Participamos blancos, cívicos y colorados. Fracasamos. En agosto nos reunimos con Wilson Ferreira en Santa Cruz de la Sierra. Fuimos claros en que creíamos en la posibilidad de una salida digna, pese a los obstáculos que nos ponían desde las alturas. Los partidos funcionaban y, si bien menudeaban sanciones y provocaciones, cierres de semanarios y prisiones sin sentido, cada vez se hacía más difícil el retroceso. Wilson mantenía su estrategia de golpear hasta que el régimen cayera solo. No creía que Seregni pudiera volcar al Frente Amplio a un acuerdo con los militares, como le estábamos asegurando.
En noviembre dimos el campanazo con el acto del Obelisco. Imaginado y organizado por los partidos tradicionales, de hecho, desproscribimos al Frente al incorporar en el estrado a toda su dirigencia. Faltaba un año, pero todo se hacía más irreversible.
A partir de allí chocamos las dos estrategias y el Partido Nacional quedó afuera de la negociación final, el Pacto del Club Naval en agosto de 1984, que fijó la fecha de la elección para el 25 de noviembre de ese año y el retorno a la democracia el 1º de marzo de 1985.
Wilson había retornado en junio. Quedó preso, pero resolvió que su partido participara de la elección con la fórmula Alberto Zumarán-Gonzalo Aguirre. No fue nada fácil competir con figuras de enorme calibre moral, que representaban, además, a un líder injustamente excluido. Tampoco superar los saboteos, con episodios tan oscuros como el asesinato del Dr. Roslik.
La causa del retorno a la democracia estaba por encima de todo y a ella estábamos sirviendo con obstinación.
Las encuestas nos eran adversas. El 21 de noviembre Búsqueda publicaba las cuatro que se hacían regularmente; todas anunciaban mayoría del Partido Nacional y una solitaria, que habíamos hecho en Correo de los Viernes, fue la única favorable. Finalmente, con el 40,5% triunfó el Partido Colorado ante el Partido Nacional con 35%, el Frente Amplio con 21,3% y la Unión Cívica con 2,5%.
Se convalidaba así, rotundamente, el Pacto del Club Naval, con un 70% de la ciudadanía. Nuestra propuesta de “cambio en paz” fue acompañada por un país fatigado de privaciones pero que temía el retorno a la conflictividad previa al golpe de Estado.
Asumimos un país postrado económicamente y con la bomba de tiempo de la banca fundida. De un lado, militares nostálgicos esperaban nuestro fracaso, mientras del otro, radicalismos trasnochados se exaltaban todavía con el ensueño cubano. Los tupamaros fueron amnistiados y se incorporaron a la vida política. Los militares también, y el pueblo ratificó por dos veces la caducidad, aunque la jurisprudencia la ha dejado sin efecto, abriendo paso a una Justicia que, si ha castigado a muchos responsables, también lo ha hecho a muchos inocentes, como lo hemos dicho Mujica, Fernández Huidobro y yo mismo frente a casos abusivos.
Si comparamos la salida uruguaya con la de los vecinos, nuestro camino resplandece. No sufrimos las sublevaciones que adoleció Argentina ni las secuelas dictatoriales que soportó la transición chilena. Más allá de los altibajos del mundo, el Uruguay ha progresado en paz y libertad. Hemos gobernado tres períodos los colorados, uno el Partido Nacional, tres el Frente Amplio y estos cinco años la coalición republicana. Esta conclusión revaloriza históricamente aquella elección de hace 40 años, a la que llegamos con tantas zozobras y hoy podemos analizar con tanta tranquilidad.